ué difícil es tomar decisiones cuando tienes criaturas. No hablo del color de la pared de su habitación o de si darle purés o mejor la patata cocida en trozo. Hablo de esas decisiones que sabes que influirán en su vida íntegramente y que debes tomar por ellas porque eres su madre/padre. Sigue habiendo quienes, como hicieron mis aitas, deciden sobre ellas sin compartirlo con ellas después, como si las niñas fueran personas que se adaptaran o debieran adaptarse sin más a las situaciones que se les presentan. Detrás, claro, siempre está la intención de hacer lo mejor. Sin embargo, yo hubiera agradecido al menos que esas decisiones hubieran estado acompañadas de una explicación y una gestión posteriores. Otras familias, en el extremo opuesto, pretenden que sus hijas decidan todo lo concerniente a su vida, tengan la edad que tengan, trasladándoles a veces responsabilidades que, lejos de fomentar su autonomía, las hacen más vulnerables. Esa pataleta contra el autoritarismo de antaño es totalmente comprensible pero, para mí, también está fuera de lugar en edades muy tempranas. Porque una cosa es ser autoritario y otra muy diferente es ser responsable. Y a veces, queridas mías, ser madre es un marrón bien gordo con el que una tiene que apechugar. Esta última semana hemos tenido que tomar una decisión en torno a la vida de nuestras txikis y, al mismo tiempo, he tenido que tomar una decisión laboral en torno a la mía propia, esa vida que ya dejó de ser solamente mía desde el momento en el que ellas vinieron a este mundo. Nuestra existencia está y estará interconectada para siempre, aunque no para siempre sea yo la que tenga que tomar decisiones por ellas. Así que, a la responsabilidad de decidir sobre algunas partes de su vida, también se suma el compromiso de enseñarles lo importante que es quedarse en paz con una misma después de haber tomado tu decisión. l