a política vuelve por donde solía. Había entrado el tedioso debate partidista por los vericuetos de zarandajas, carajales y zafiedades varias hasta que ha sonado la trompeta de las cuestiones del poder. El tiempo de cómo repartirse el auténtico botín, de demostrar dónde está la auténtica mayoría absoluta. Y ahí sigue, en el bipartidismo, para perplejidad de la ingenua nueva política. Solo con dos dedos en la nariz puede asumirse como despolitizada la renovación de los órganos del Estado acordada sin escrúpulos por PSOE y PP. Un viciado cambio de cromos resuelve así, por la vía de tan aberrante compensación plagada de compensaciones mutuas, el relevo de algunas piezas nucleares para seguir creyendo en una justicia de verdad.
Suenan frescos los ecos de los primeros pulsos de alto voltaje. Nada como un candidato a presidir Madrid o una diputada para ridiculizar el propósito de los dos partidos mayoritarios por abrazar con técnicos renovaciones pendientes como la del Defensor del Pueblo, cuyo actual titular en funciones costaría a más de uno acertar su nombre. Similar carga de profundidad tiene la llegada al Tribunal Constitucional de una juez recusada en el caso Gürtel y auténtico perro de presa desde la Audiencia Nacional cuando se trata de los beneficios penitenciarios a presos de ETA. O el trozo de pastel regalado a Unidas Podemos con la elección, principalmente, de su añorado Juan Ramón Sáez. Entre bomberos, nadie se ha querido pisar la manguera. Después de este simple entremés, aún quedan las emociones fuertes del CGPJ.
Para entonces, el presidente de Iberdrola ya habrá liquidado su despiadada guerra a pecho descubierto contra todo el Gobierno Sánchez. Incluso se habrá podido resolver el cambio de cromos -aquí se admiten sinónimos- entre mantener el precio de la luz a la industria dejando sin efecto el decreto de las renovables. De momento, nadie se atreve a augurar desenlaces y consecuencias de esta pelea de gallos. Ahora bien, si las levantiscas reacciones de los pasillos de las Cortes a la foto de Sánchez Galán con Johnson sirven como termómetro, semejante afrenta tiene asegurada su sibilina venganza. En cambio, el posibilismo crítico de Josu Jon Imaz es visto con ojos mucho más comprensivos entre quienes vienen soportando, sin demasiada suerte ni apoyos de la UE, el mayor quebradero de cabeza de la recta final de la legislatura.
La tarifa de la luz empieza a romper costuras. Quizá es una de las disculpas ideológicas más sólidas para ensanchar las diferencias entre PSOE y su socio. Apenas comparable con el calado de la derogación de la reforma laboral, un canto de sirena recurrente que se antoja como ese caramelo apetecible que nunca llega a la boca. Sirva como referencia aquel estado de alarma generalizado por el acuerdo entre socialistas y EH Bildu que se disolvió como un azucarillo. Con todo, entre una y otra discusión, el terreno de los Presupuestos empieza a embarrarse, el ambiente entre los agentes sociales queda ensombrecido y, de repente, emerge sin caretas el duelo entre dos vicepresidentas -Nadia Calviño y Yolanda Díaz-, que bien podría ser el mano a mano de una futura contienda electoral.
Nadie parece acordarse de Catalunya. Ni siquiera se repara en la próxima convocatoria de la mesa de diálogo. Apenas llegan los ruidos de la enésima pelea entre los socios de gobierno que enmudece la acartonada capacidad de gestión de Pere Aragonès, con un ojo en la oposición de la presidenta del Parlament y otro en las advertencias desde Waterloo. Arnaldo Otegi ocupa este hueco. Lo hace con un remiendo de honda sinceridad que compromete innecesariamente la capacidad de maniobra de Pedro Sánchez y pringa de gasolina el incansable verbo incendiario del unionismo. La asunción como propios de 200 presos etarras para un cambio de cromos imposible flagela la voluntad entusiasta de demasiados socialistas lejos del País Vasco en favor de un acuerdo entre diferentes. Una reacción comprensible, sobre todo cuando reparan en que los votos de la izquierda abertzale distan mucho de la trascendencia decisora que disponen los diputados de ERC.
Quizá no pueda llegar Alberto Rodríguez como diputado a las votaciones del Presupuesto. Su patada a un policía le puede costar definitivamente el escaño, en cumplimiento de la sentencia del Tribunal Supremo, por mucho empeño de la presidenta del Congreso por echar una mano al compañero de viaje, en connivencia con los letrados de la Mesa. En este caso, con el juez Marchena de por medio no hay cambio de cromos. Eso queda para otros tribunales.