os herederos están decididos. Después de haber renunciado a San Fermín (y nos va a tocar hacerlo de nuevo este año...), a Olentzero, a la Cabalgata de Reyes, a la Rifa de San Antón (¡con la de juego que nos dio la Cuta Camila!), a Santa Águeda y a todo tipo de festividades, mis churumbeles necesitan una pizca de jolgorio. Aún conociendo la realidad de la vida, y sabiendo que este año no habrá aglomeraciones en la estación de tren esperando a los pintores de Vitoria, ya desde hace días que llevamos en casa cantando la típica canción y los txikis planeando de qué se van a disfrazar. Si mi querido compañero pensaba que este año el Covid algo bueno le iba a traer y le iba a librar de acicalarse para la ocasión, nuestras criaturas han decidido que en nuestra casa los carnavales se celebran por encima de cualquier virus. A las autoridades les advierto desde esta columna que no tenemos intención de montar un fiestón clandestino, vamos, que no van a necesitar enviar patrullas a nuestra casa. Tampoco improvisaremos un desfile multitudinario, ni celebraremos una merendola concurrida en ningún parque, ni siquiera tenemos pensado quedar con nadie en ningún bar. Pero sí que hay algo, según mis hijos, que todavía no está prohibido y/o restringido. Y ese algo es disfrazarse. Meterse por un día en la piel de otra persona, animal o cosa. Y darse el gustazo de hacerlo a la vista de todo el mundo, sin vergüenza, sin reparos. Supongo que para ellos hacerlo este año es, incluso, más importante y necesario. Primero porque tienen edad para darse cuenta de que esta vida que vivimos ahora mismo, por buscar un adjetivo apto para horario infantil, es bastante rara. Pero además, porque si dejamos de hacerlo, si no nos permitimos siquiera hacer un poco el payaso, es posible que el manto gris que nos cubre los pies se haga más grande y vaya ganando terreno.
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