Rotterdam nunca se ha distinguido por una música específica, ni tan siquiera por haber sido cuna de ilustres músicos. En realidad, esta ciudad holandesa ha vivido, vive y vivirá siempre ligada al trabajo portuario, pues goza del puerto más grande del mundo, tanto por su longitud, más de 40 kilómetros, como por el tonelaje transbordado, que supera en mucho los 310 millones de toneladas, la mayor parte procedente del extremo Oriente. Destino ideal para la descarga de petróleo bruto, minerales y chatarra, Rotterdam es también el cuarto puerto del mundo en cuanto a movimiento de contenedores. Cada año, más de 30.000 buques y más de 140.000 barcos de navegación interior fondean en sus muelles.
Todo este trajín supone un intenso trabajo en industrias subsidiarias y el empleo de muchos miles de personas, que han visto con cara de póker la movida que se ha montado en torno al festival de Eurovisión. No obstante, los operarios de los muelles miran al acontecimiento acertadamente, porque son conscientes de la repercusión a nivel mundial que por ello tiene la ciudad, si es que en algún momento la ha necesitado.
Rotterdam nació como aldea surgida en la desembocadura del Rhin-Mosa, compuesta por gentes sencillas dedicadas a la pesca del arenque y la anguila y al cultivo del lino en las plantaciones inmediatas. Su privilegiada situación le dio prestigio en el intenso transporte que se estableció en la época dorada del comercio con las Indias Orientales Holandesas. Fue preciso ampliar las primitivas instalaciones portuarias por la zona de Nieuwe Mass, convertida hoy en la principal arteria. La construcción del canal nuevo, una obra que llevó 24 años, fue definitiva, porque permitió el acceso al Mar del Norte de las grandes embarcaciones. En 1850 la ciudad ya tenía 100.000 habitantes y en menos de un siglo esta cifra se quintuplicó.
Ni rastro de lo viejo
El visitante que se acerque hoy a Rotterdam no va a encontrar nada de la aldea primigenia, ni de lo que se construyó de forma inmediata, porque fue precisamente la importancia de su puerto lo que hizo que la ciudad se convirtiera en uno de los principales objetivos de la aviación nazi durante la II Guerra Mundial. El 14 de mayo de 1940, y por espacio de unas horas, Rotterdam fue bombardeada con verdadera saña. Murieron unas novecientas personas y el número de edificios destruidos se elevó a 28.000.
El centro quedó tan destrozado que resultaba difícil reconocerlo. Era una especie de desierto de arena, donde parecía imposible que alguna vez se hubiera construido allí. Fue la primera ciudad europea que conoció el martirio de las bombas incendiarias, cuando todavía se ignoraba el medio de combatirlas. Su destrucción significó la caída de Holanda, ya que, en consecuencia, Amsterdam, la capital, cercada desde dos días antes, capituló.
Más tarde, en 1945, el puerto fue saboteado. Se destruyeron los muelles, se quemaron los almacenes, se minaron las instalaciones y varios barcos de gran tonelaje se hundieron en las dársenas para impedir el tráfico marítimo. Daba la impresión de que era el fin de Rotterdam, pero en absoluto sucedió así.
La nueva ciudad
Hay un dicho en la ciudad que asegura que aquí los niños nacen con las mangas remangadas, dispuestos ya para el trabajo, en referencia al carácter de sus gentes. En honor a la verdad, no solo intervinieron holandeses en la reconstrucción de Rotterdam, sino trabajadores de todo el mundo que respondieron a una singular llamada: "Nada de palabras, hechos". De esta forma, la ciudad portuaria resurgió de sus cenizas dando pie a una urbe moderna, laboratorio de nuevos diseños arquitectónicos.
Fueron necesarios veinticinco años para que la ciudad mártir reconstruyera 90.000 hogares, llenara sus canales desfondados, desescombrara y modernizara su puerto, y multiplicara las ciudades satélite para albergar a una población progresiva y constante. Testigo de aquel renacimiento fue la estatua erigida a quien posiblemente sea el más importante de los hijos de la ciudad y que sobrevivió al bombardeo, Erasmus de Rotterdam, uno de los más famosos humanistas universales, precursor del liberalismo y del espíritu moderno. La figura -todo un símbolo para la ciudad- fue saneada y de nuevo recibe todos los honores.
Hay también dos imágenes centenarias que perviven convertidas en auténticos mitos, el puente colgante y el Hotel New York. El primero fue inmortalizado por el cineasta Joris Ivens en un singular documental y el edificio albergó la Holland-American Lijn, línea utilizada por miles de europeos en su carrera emigrante hacia el Nuevo Mundo. Por cierto, el edificio, convenientemente reformado, sigue prestando sus servicios.
El puente Erasmus, de 800 metros de longitud y 139 de altura, es uno de los símbolos de la ciudad moderna, y como tal un gran motivo fotográfico. Las cámaras lo enfocan desde tierra o desde la Euromast, torre de 107 metros construida en 1960 por el arquitecto Maaskant, que encarna el dinamismo de una ciudad cuyo centro neurálgico sigue situándose en la reconstruida catedral de San Lorenzo. Sus venerables muros resistieron a los bombardeos para mantener en pie el único vestigio de arte gótico de Rotterdam.
El entorno que se extiende alrededor del templo es como un muestrario arquitectónico en el que los edificios rivalizan con sus atrevidos diseños. Tanto el World Trade Center, como el Institut Néerlandais de Arquitectura, y sobre todo la Schouwburgplein, forman parte de un catálogo difícil de emular. La galería Markthall, cerca de la Estación Central, posiblemente sea la construcción más osada de todas ellas. Inaugurada el 1 de octubre de 2014, tiene forma de un túnel de 40 metros de altura que alberga 11 pisos y un revestimiento interior multicolor bajo el que se asienta una planta comercial que se anuncia como lo más de lo más de Europa.
Y el organillo resuena en magnífico contraste junto al modernismo de los rascacielos de la calle Weena, con edificios tan rompedores como la Biblioteca Pública, estructuras clásicas recuperadas como el Ayuntamiento, y las emblemáticas casas-cubo de Piet Blom. Va recorriendo las calles montado sobre ruedas y accionado con una manivela, dejando oír las tonadas holandesas de toda la vida y que nada tienen que ver con Eurovisión.
Calles peatonales
Rotterdam se ufana de ser la cuna de las calles peatonales. Cuando nadie apostaba por ellas, esta capital rompió moldes dejando a un lado el tráfico rodado para que los peatones pudieran disfrutar de fachadas de aluminio y escaleras mecánicas a través de pasadizos inferiores. El centro de Lijnbaan, pleno de luz y color, causó sensación cuando se inauguró en 1953. Era la primera zona peatonal de Europa. Luego vendrían otras mucho más modernas, como la Beurstraverse, apodada Koopgoot (el abismo), donde numerosas boutiques compiten en calidad, precio, y sobre todo presentación.
Entre todo este maremágnum arquitectónico se alza La ciudad destruida, la imagen en bronce de un hombre desesperado, con dos boquetes abiertos en pecho y abdomen. Zadkine, su autor, quiso representar así el dolor sufrido por la población aquel maldito día primaveral de hace ochenta años.
Quienes prefieren perderse intencionadamente en un mercadillo al aire libre a fin de satisfacer cualquier antojo, deben saber la cita que tienen en la Hoogstraat todos los martes y domingos. En cuanto esta calle se liberó del tráfico del tranvía que lo recorría se convirtió en uno de los principales atractivos de la ciudad gracias, como digo, a ese mercadillo. Dispone de casi un millar de puestos en los que se puede encontrar desde vinilos con viejos éxitos de Eurovisión a patatas, aves y flores.
A quien le gusten las antigüedades le recomiendo una visita a la inmediata ciudad de Delf, donde nació Vermeer. Muchos de los paisajes que encontrará allí los ha visto plasmados en gloriosos lienzos. También tendrá a su alcance magníficas copias de cuadros tan emblemáticos como La joven del pendiente y la oportunidad de degustar exquisitas ginebras y esa especialidad tan típica del lugar como es el advocaat, un aperitivo compuesto por huevos, alcohol, azúcar y vainilla.
Arenque, rey de la cocina
Holanda, que nunca ha hecho gala de poseer una destacada cocina autóctona, debe sus mejores recetas al pescado nacional por excelencia, el arenque. Una de las competiciones más curiosas que existe entre los pescadores se establece cuando se abre la veda de este pescado y los barcos salen de los puertos a la carrera para tratar de ser los primeros en regresar con sus capturas. Como lo cortés no quita lo valiente, el primer tonelete de arenques se lo envían a la reina. El resto es un ver y no ver, y, como siempre, tienen mayor precio los del comienzo de temporada.
Si le ofrecen un arenque para su degustación en cualquier chiringuito de las calles de Rotterdam no se le ocurra rechazarlo, porque incurriría en una falta grave de convivencia. Dicho esto, no se asombre tampoco viendo a los idolitos de la canción promocionando sus canciones mientras realizan el típico ceremonial de la cata del arenque en alguno de estos puestos: se tiene en la mano una servilleta de papel con cebollas picadas y en la otra el arenque crudo cogido por la cola. Se pasa el pescado por el picadillo y a continuación, manteniéndolo en posición vertical, se le va dando mordiscos. Para los habitantes de Rotterdam no hay nada mejor que un sándwich de este pescado. Es más, hay un refrán muy de puerto holandés que dice: "Arenque presente, médico lejos".