El Gobierno cree haber ganado ya la batalla política y sociológica del 155. En el PP, lejos de inquietarse por la sacudida de su caja b o los improperios del desahuciado Ignacio González, hasta son capaces de dar datos para corroborar tan fundada impresión. Les basta con recordar, no sin honda satisfacción, cómo el centro de inteligencia del soberanismo catalán -muy desvalido tras el encarcelamiento de los Jordis- no ha podido ir más allá de un perfil bajo en la respuesta callejera e institucional a semejante intervención

histórica de su autonomía. Posiblemente absortos en el regateo de candidatos a sus listas y en las propuestas cruzadas sobre el ritmo de sus reajustadas aspiraciones identitarias, los independentistas no se han plantado ante tamaña excepcionalidad. Aquella involución y el rechinar de dientes que se temían tras el desafiante desembarco español en la Generalitat se diluyen paradójicamente como simples espejismos en medio del ardor electoral. Rajoy ha superado sin rasguños su profundo pavor a lo desconocido hasta el extremo de verse crecido con el resultado. Quizá esté grado de satisfacción le empujó a atribuirse toda la responsabilidad en la convocatoria de los comicios autonómicos, en un gesto de excesivo personalismo nada habitual en su libro de estilo.

Tal vez esta euforia del presidente explique su ostentoso desprecio al arranque en una comisión parlamentaria de la ansiada reforma constitucional, concebida en su día como un premio a Pedro Sánchez para compensar así el desgaste político que supone para el PSOE asumir como asunto de estado la aplicación del artículo 155 en Catalunya. El elocuente desgaste político de los socialistas al abrazarse a PP y Ciudadanos en esta medida de castigo al desafío soberanista quizá merecía que Rajoy hubiera disimulado apenas durante unas semanas su nulo afecto por modificar no tanto la Constitución sino la unidad de España. Tan evanescente propósito de revisión nace muerto en el Congreso por el error táctico de su planteamiento estratégico y, sobre todo, de la oportunidad de su momento porque impide a los nacionalistas incorporarse al debate con un Govern destituido por decreto y a la mitad de sus miembros encarcelados.

Tampoco habría que despreciar la hipótesis de que al desinflar explícitamente la viabilidad de la reforma constitucional Rajoy haya querido mandar el nítido mensaje de que su posición sobre el debate territorial sigue siendo inamovible. Desde luego, quien en algún momento haya llegado a pensar que el Gobierno del PP pudiera abrir la mano para llegar hasta una teórica Ley de Claridad puede darse por desencantado para siempre. Ahora mismo, conscientes incluso de que el próximo 21-D pueden depositarse en las urnas hasta casi dos millones de votos independentistas, los asesores de Moncloa ni se inmutan y reducirán todo debate con el futuro Govern a una nueva financiación autonómica. Se trata de una posición inequívoca, reforzada por esa lluvia fina del 155 que espolea a quienes siempre apostaron por la aplicación inexorable de la contundente fuerza de la ley y que los guionistas del procés jamás valoraron en su justa dureza. Ni siquiera les preocupa demasiado que ninguna encuesta ofrezca a un mes de las urnas la más mínima esperanza de éxito al bloque constitucionalista en su denodado intento por evitar la mayoría de bando enemigo. Ocurre que el Gobierno se juega su suerte en otra liga, en esa que empezará al día siguiente de las votaciones. Será entonces cuando tenga que responder a unas exigencias del nuevo Parlament, que intuye ya no serán las mismas ni en sus formas ni en sus plazos.

También el aroma del 155 espolvorea la nueva hoja de ruta del independentismo, envuelto en sus propios dilemas mientras metaboliza incómodamente el tormentoso desenlace de su apuesta. Descartado el camino de la unilateralidad para llegar a la independencia, la prioridad de los soberanistas radica en apuntalar su exigua actual mayoría. En el intento, se ven impelidos a rogar el imprescindible apoyo de esos miles de decisivos votantes con quienes únicamente comparten la apuesta por el derecho a decidir y que caminan bajo el manto protector de Ada Colau. Ahí es donde se juega el auténtico partido del 21-D, incluso orillando en el empeño la propia esencia ideológica. Tampoco el ideario sería excluyente después de asistir al sustento y control de Puigdemont por parte de la CUP. Pero Madrid juega con la creencia de que ya nada podrá ser lo mismo, posiblemente porque como recordó Rajoy en el último pleno “los demás tendrán muchos amigos, pero nuestro amigo es la ley”.