Estoy con la mosca detrás de la oreja. Hace unos meses, mi utilitario, utilizado hasta la saciedad como fiel servidor de mis necesidades de desplazamiento, ha empezado a dar problemas tras una década larga en ruta y con un currículum con centenares de miles de kilómetros a sus espaldas (y no es una exageración). Así que decidí utilizar parte de mi escueto tiempo libre para ojear la oferta existente en los concesionarios de automóviles. Mi primera sorpresa llegó con el número de actores que compiten por los eventuales compradores. Hay marcas que ni siquiera sabía que existían. Después, me descolocaron las variedades técnicas existentes, ante las que es recomendable tener un máster en mecánica para saber cuál es la conveniente. Pero, el remate llegó al interesarme por las tarifas. Fue un grave error, ya que al contemplar los precios de mercado casi me da un parraque. No sé por qué había pensado que era capaz de asumir la compra de un vehículo sin tener que poner uno de mis riñones a la venta. Supongo que, en los últimos años, todo tipo de crisis han confabulado para elevar el caché de los automóviles, y no solo el de los fabricantes de lujo, hasta convertirlos en un producto casi inalcanzable para un buen número de mortales. En fin, supongo que mi utilitario tendrá que estirar su existencia.
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