xiste un mito en la tradición popular castellana que se ha divulgado por vía oral y a través de la literatura que es el del diablo cojuelo. Se trata de un personaje que, lejos de generar rechazo o temor en su calidad de criatura de los infiernos, provoca una cierta simpatía por su picardía y heterodoxia. Este ángel caído, en el sentido literal de la expresión, es protagonista de la obra homónima de Luis Vélez de Guevara en donde comparte andanzas con un estudiante que le ha sacado de una vasija donde permanecía encerrado.

Lo que seduce a Horacio de esta historia es el recorrido que realizan ambos por una ciudad, sobrevolando sus tejados y escrutando a través de las ventanas la vida privada de los habitantes de la capital, descubriendo sus miserías, contradicciones, vicios e hipocresías íntimas.

El pandemonium que nos envuelve desde hace ya casi un año ha sacado a la luz precisamente la doble moral y los dos escenarios que presiden nuestras vidas: el ámbito público y el privado. Horacio siente íntimamente que esta situación no le toca, y todo lo que hace forma parte de una representación teatral colectiva en la que no puede desafinar demasiado porque sería castigado por los del uniforme. Esto le lleva a seguir las pautas sociales como el alumno disidente que disimula en clase mientras dibuja barcos y aviones en el cuaderno escolar. Y no se trata de negacionismo, sino de distanciamiento psicológico.

Pero más allá de estas diatribas, lo que a Horacio le revienta es comprobar que sinvergüenzas como los directivos de Osakidetza que se vacunan por sus cojones, el técnico del LABI que se se salta el confinamiento para ir a su campo de golf, o esos alcaldes, obispos y jerifaltes, se pasan por el arco de triunfo sus propias consignas y prédicas. Si el diablo cojuelo sobrevolara la pandemia se volvería a su vasija hasta el final de los tiempos con una úlcera estomacal sobrevenida.