Mañana lunes asistiremos a una cuestión de confianza a la que se someterá el primer ministro francés, François Bayrou, con una más que probable derrota. Ello será fruto de la elevada fragmentación política de la Asamblea, de su debilidad inicial derivada de un nombramiento de emergencia y de la sucesiva cadena de entradas y salidas de primeros ministros sin apoyos suficientes, bajo el paraguas de un presidente Macron cada vez más cuestionado.

Si finalmente se produce ese desenlace, y no median pactos “del miedo” que empujen a sus señorías a votar “el mal menor” para evitar un caos incierto, la consecuencia será una mayor incertidumbre e inestabilidad no solo para la segunda (o primera, según se mire) potencia motriz europea, sino también para la Unión Europea en su conjunto y, muy posiblemente, para una cadena sucesiva de planes, políticas y presupuestos a lo largo del continente y del mundo, en un contexto de graves crisis de liderazgo, confrontación de espacios y aparición de nuevos actores, en medio de conflictos de máxima intensidad: Ucrania (paz y reconstrucción), Palestina-Israel y el deteriorado liderazgo de referencia –Estados Unidos–, que parece dar por concluido el papel asumido tras la Segunda Guerra Mundial.

Una vez más, el presidente Macron deberá gestionar dimisiones y ceses, convocatorias electorales, reorganización de complejas políticas de gobierno y, por supuesto, la suspensión –al menos temporal– de iniciativas pluriestatales de máxima relevancia, que precisan de coprotagonismo y de liderazgos capaces de aglutinar a otros muchos países. Francia debería desempeñar un papel destacado, en función de su realidad, potencial e historia. Ello exige, además, una alineación con el “gran sur global” y una reorientación inmediata del giro estratégico y presupuestario de la Unión Europea y sus miembros en torno a la seguridad, el rearme y la autonomía estratégica europea, con vistas a cohesionar una Europa que se encamina hacia una inevitable reinvención, en paralelo a una OTAN demandante de mayor rearme europeo, de una recomposición de su gobernanza, de refinanciación y de una redefinición del concepto de seguridad en un mundo muy distinto al que la originó.

Así, Francia mañana, y más adelante la limitada coherencia de la coalición en el Gobierno alemán, irán encendiendo luces rojas a lo largo de Europa, anunciando la inaplazable revisión del plan-programa-presupuesto de la Comisión Europea y de su contestado modelo de gobernanza.

¿Por qué el primer ministro Bayrou, con apenas unos meses en el cargo y sin una mayoría clara en la Asamblea Nacional, ha decidido someter a voto unos presupuestos apelando a “la inevitable urgencia de controlar el excesivo endeudamiento del país y su imparable perjuicio a futuro, hipotecando las oportunidades de las próximas generaciones”?

La crisis de endeudamiento global afecta hoy a la inmensa mayoría de países. Ningún gobierno deja de enfrentarse al difícil equilibrio entre recursos disponibles, necesidades presentes y futuras, aspiraciones estratégicas, endeudamiento y políticas fiscales que permitan su financiación inmediata, su pago a plazos y la apertura de nuevas oportunidades. Cuando existe margen, surgen además sueños efímeros de emisión de moneda (en una interpretación errónea de competitividad y bienestar), opciones de renegociación indefinida o la tentación de posponer la deuda y trasladar a otros su cumplimiento.

Las presiones resultan enormes, más aún tras el crash pandémico, y alimentan el reclamo del “todo hoy, en todas partes, a la vez y para todos”, lo que incrementa la tensión y la tentación de recurrir al gasto ilimitado.

En este mismo contexto, el Gobierno de Sánchez (PSOE-Sumar), acostumbrado desde su debilidad y minoría parlamentaria a utilizar la apelación al miedo para sostener una “geometría variable” de apoyos, acaba de aprobar un anteproyecto de ley de “quita de deuda” para las Comunidades Autónomas. Se presenta como una medida que beneficiaría a todos, aunque de manera desigual, y que, según el Ejecutivo central, no supondría problema alguno para sus propias cuentas, sin explicar cómo ni cuándo repercutirá en los ciudadanos.

La aprobación ha sido unilateral, sin contar con los gobiernos autonómicos –principales responsables del gasto público– ni con los foros legales establecidos para acordar la financiación pública. Se plantea una quita cercana a 90.000 millones de euros, repartidos en tres fases y con la insatisfacción general de los destinatarios. Todo ello en un gobierno que encadena su tercera prórroga presupuestaria, sin previsión ni planificación futura, sin liquidación de cuentas, con libertad para mover partidas y recursos dentro de su aparato administrativo y sin control real ni del Tribunal de Cuentas ni del Congreso. Un Ejecutivo que sobrevive en una ilusión presupuestaria gracias a los fondos extraordinarios europeos (Next Generation), previstos para reforzar la autonomía estratégica de Europa a largo plazo y supuestamente orientados al desarrollo intergeneracional.

El panorama económico mundial es sumamente complejo: crecimiento desigual, tendencia general a la moderación, lucha permanente contra la inflación, inestabilidad gubernamental creciente y obligada revisión de políticas fiscales en un marco de crecimiento limitado y demandas sociales, económicas y políticas ilimitadas. A ello se suma la desconfianza ciudadana en las instituciones, el desapego hacia la autoridad y el cuestionamiento de sus representantes, cuyas decisiones –inevitables pero siempre insuficientes– difícilmente pueden satisfacer a todos.

La cuestión, retomando el inicio, es preguntarse por las consecuencias de ignorar o minimizar el actual nivel de endeudamiento y su creciente impacto negativo en el desarrollo a largo plazo y en las generaciones futuras: cargas financieras imposibles de atender, limitación de inversiones esenciales, freno a la innovación estratégica y a la inversión social, desinversión en servicios públicos (reales y no en burocracias ineficientes), aumento de impuestos que desincentivan ahorro e inversión, empobrecimiento relativo por la inestabilidad social y política, pérdida de confianza de los inversores y desánimo del trabajador y del ahorrador. Todo ello desemboca en una potencial desigualdad intergeneracional.

En definitiva, ignorar las consecuencias del endeudamiento compromete la salud económica, social y política de un país, hoy y, sobre todo, mañana, reduciendo su capacidad de garantizar avances hacia el tan proclamado Estado de bienestar.

Hoy hemos puesto ejemplos concretos, pero el problema y su solución son globales y urgentes. Numerosas instituciones internacionales trabajan en propuestas: suspensión del servicio de la deuda, quitas vinculadas a compromisos en salud y educación, reestructuración, bonos multilaterales de desarrollo, impuestos extraordinarios y mecanismos de negociación que permitan un equilibrio entre prestamistas y deudores. Eso sí, con una recomendación clara y universal: responsabilidad, calidad democrática y buena gobernanza.

Ocultar los problemas y sus consecuencias, especialmente desde una débil calidad democrática y una deficiente gobernanza, es la peor receta: decisiones tomadas bajo un buenismo mal entendido, cuyas nefastas consecuencias pagarán otros.

El endeudamiento de un gobierno no es negativo por definición, pero sí lo es cuando carece de propósito claro, de una apuesta estratégica alineada con las posibilidades y fortalezas del país, y de una vocación de generar oportunidades innovadoras para la sociedad.

Las primeras señales de advertencia ya se han encendido. Observemos y aprendamos para tomar las decisiones correctas.