Lo confieso, Apocalypse Now, obra maestra de Francis Ford Coppola, es mi película de culto. Tiene mi récord absoluto de visionados. Es una adaptación libre de la novela El corazón de las Tinieblas de Joseph Conrad y todo un estudio del horror del saber que estamos todos locos, y del horror de la constatación de que no tenemos a nadie que ponga límites a nuestra locura. El caso es que no puedo evitar ver paralelismos entre la película y algunas cosas que estamos experimentando últimamente.

Apocalipsis Ya

Es una película con un argumento muy sencillo: Willard, capitán del ejército estadounidense, totalmente alcoholizado y en pleno síndrome de estrés postraumático, acaba de volver a Vietnam de Estado Unidos. Allí se había descolocado por completo, por lo que vuelve a Vietnam y espera con impaciencia en una cutre habitación de hotel, en Saigón, a que sus superiores le asignen una misión. Tumbado en la cama, los rotores del ventilador de techo le recuerdan a los rotores de helicóptero y a los bombardeos con napalm mientras rememora la canción The End de los Doors. “This is the end, beautiful friend”. Este es el fin, sublime amigo.

Finalmente, por sus pecados, sus superiores le asignan una misión. Se la suben a la habitación como si fuera por el servicio de habitaciones. Su misión es simple: neutralizar, o sea, matar, a un coronel que supuestamente ha perdido la cabeza, el coronel Kurtz, cuyas acciones actuales ya no están en consonancia con la política seguida por el ejército estadounidense.

Como he dicho antes, son bastantes los paralelismos que veo entre nuestro viaje por el tiempo viendo locura tras locura a nuestro alrededor, y el viaje del capitán Willard río arriba, camino de enfrentarse al coronel Kurtz. Nuestro viaje a la locura también tiene escalas. Venimos ya con cierto síndrome postraumático desde la pandemia, por poner un punto de arranque a nuestro viaje por estas lagunas estigias. Y últimamente el contexto político que nos rodea se parece cada vez más a un contexto bélico. No se trata de convencer con ideas, sino de aplastar al de enfrente, y el nivel ha bajado hasta el punto en que apenas se habla de lo que se propone hacer, sino de cómo derribar mejor al adversario.

Para emprender ese viaje, Willard debe reunirse con la caballería aerotransportada que debe escoltarlo río arriba y remontar hasta Camboya, donde deberá encontrar y matar a Kurtz. A primera vista, el personaje del teniente-coronel Kilgore, comandante de esa caballería aerotransportada, podría parecer que está como pez en el agua en la guerra. No sufre en ningún momento. Sin embargo, su falta de miedo, su falta de preocupación por sus propios soldados, su discurso delirante, completamente desconectado de la realidad del aquí y ahora, indican que ha caído en una locura casi psicótica. No parece tener instinto de supervivencia y toma decisiones que arrojan al peligro a los demás para obtener su propia autosatisfacción enviando a la playa, bajo las bombas a sus estrellas del surf. ¿No os recuerda a alguien de plena actualidad?

En el mundo real también vemos a Kilgores enajenados bastante parecidos, fuera de un contexto bélico. Por poner sólo un ejemplo, están quienes afirman que la libertad de expresión está en peligro en Europa. También les parece encantar el olor a bronca, como a Kilgore el olor a napalm por las mañanas. Dicen que son ellos las víctimas de esa falta de libertad de expresión y no todos nosotros. Afirman que luchan contra determinadas políticas y que son ellos a los que se les limita la libertad de expresión cuando discurren con odio. Y tampoco les importan nada sus seguidores.

En su subida por el río, Willard llega a un puente bombardeado por el Vietcong e intenta buscar quién está al mando entre los norteamericanos allí destacados. Uno de los soldados afroamericanos que allí combate está completamente enajenado cuando usa una especie de mortero portátil para matar a un enemigo molesto por el que no siente absolutamente nada. De vuelta al mundo real que nos rodea, estudios recientemente publicados señalan que un sector apreciable de nuestros vecinos también están enajenados con esa droga de que la violencia machista no existe y que es una señal de amor controlar el móvil de sus novias y que es perfectamente normal tenerlas geolocalizadas en todo momento. Algo por lo que la llamada “mayoría silenciosa” tampoco siente apenas nada.

Los americanos, enloquecidos por la guerra, sufren un todo un impacto grupal ante todo este malestar. Sus intentos de reequilibrarse, de sentirse mejor, consisten en tener puntos de referencia de sus hogares, organizando barbacoas y consumiendo drogas, o acudiendo en masa enloquecida a espectáculos con modelos de Playboy. También en el mundo real intentamos evadirnos. Los genocidios a fuerza de repetición en las noticias se vuelven parte de un molesto ruido ambiente, y ya ni salen en portada. Y acaban por dejar de incomodarnos. Eso cuando llegan a las portadas, porque llevamos unos cuantos genocidios previos al actual en Gaza que no alcanzaron portadas. Acaso por eso los hay, porque saben que, al final, nos va a dar igual. Y para evadirnos del horror en la canícula, nos vamos a la playa. Tampoco es de extrañar: en la locura, hay que reequilibrarse.

Destacan en la película las condiciones de vida de los soldados estadounidenses, aberrantes en un país y en una guerra en la que los Charlies (el VietCong) eran mucho más espartanos. Cuando los del VietCong podían relajarse un poco apartándose de la guerra, su idea de una buena comida era arroz frío y un poco de carne de rata. Charlie en la película sólo consideraba que tenía dos formas de volver a casa: la muerte o la victoria. Ese fanatismo ciego disfrazado de ascetismo heroico también he tenido ocasión de verlo por estos lares. Afortunadamente no en un contexto bélico. Hay ese fanatismo por ideales políticos de todos los colores, de ser los iluminados, de los que siempre tienen razón. Los demás somos unos impuros. Mejor ser pocos y puros, aunque no convenzan más que a sí mismos.

Por fin Willard llega al campamento de Kurtz y sus seguidores. Descubre que es un hombre que tiene por el mango el derecho a la vida o a la muerte.

“He visto horrores, horrores que has visto. Pero no tienes derecho a llamarme asesino. Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacerlo pero no tienes derecho a juzgarme” le dice Kurtz. “Es imposible que las palabras describan lo que es necesario para quienes desconocen lo que significa el horror. El horror tiene rostro. Y tienes que hacerte amigo del horror. El horror y el terror moral son tus amigos. De lo contrario son enemigos a temer. Unos verdaderos enemigos”. Cualquier día, Trump, o Netanyahu, o Putin, Khamenei, Xi Jinping, o Kim Yong-un nos dirán algo parecido. Yo, desde luego, no quiero ser amigo del horror.

Cuando muere Kurtz después de que Willard la emprendiera a machetazos con él, sus últimas palabras icónicas, copiando la novela de Conrad, son “El horror… el horror”. Y al volver a la lancha atravesando una turba de seguidores de Kurtz, curiosamente ninguno de sus seguidores intenta vengar esa muerte, nadie le toca un pelo. Acaso sea porque son conscientes de que Willard les ha librado del horror del que eran cautivos.

“El horror… el horror”. ¿Conseguiremos salir de él? ¿Llegaremos alguna vez a un mundo en el que fanatismo esté desterrado y la norma esté por encima de la fuerza bruta? He ahí la pregunta. Y en nuestras manos reside la respuesta.

@Krakenberger