Ya es sabido que tres relatores de la ONU han instado al Gobierno para que tome las medidas necesarias frente a las leyes de concordia del PP y de Vox que pretenden imponer en diversas comunidades regidas por ambos partidos. Los expertos de la ONU han advertido de que las normas contenidas en dichas leyes podían vulnerar los derechos humanos y dejar invisibles las graves violaciones cometidas durante el régimen dictatorial franquista, omitiendo incluso dicho nombre o condenar dicho régimen. Obviamente, las derechas ya se han adelantado a negar tales acusaciones, añadiendo que el informe de dichos relatores no es vinculante.
Puestas así las cosas, cabe preguntarse si las intenciones de las derechas son sinceras o de fiar. No somos agrimensores de las buenas o malas intenciones que acompañan las decisiones de los políticos, por lo que fijaremos nuestra atención en de la actitud de las derechas cuando se vieron ante la oportunidad de aceptar la reconciliación entre los españoles que se hallaban en plena guerra, por culpa de un golpe de Estado fallido perpetrado por aquellas. Y no fueron las derechas quienes pidieron esa reconciliación, sino las izquierdas. ¿Y cómo respondieron los golpistas ante dicha petición? Hagamos un recuerdo.
Manuel Azaña, el 18 de julio de 1938, en el Ayuntamiento de Barcelona en un discurso titulado “Paz, Piedad y Perdón”, dijo que “en una guerra civil no hay vencedores ni vencidos, no puede haberlos, porque quien pierde es la nación, y la reconstrucción de España sólo es posible con hombres libres”. La postura de Azaña de reconciliación fue rechazada por los socialistas, porque eso significaba reconocer la legitimitad del bando rebelde. Negrín entendía que la posición de Azaña era capitulacionista y la población no toleraría una rendición ante los golpistas. Ambos tenían razón.
Los golpistas rechazaron de plano la propuesta. Sólo contemplaron la derrota y la humillación de los otros. Como dijo Pemán: “Cuantos más muertos, más pureza”. Rehusaron cualquier planteamiento que contemplase un mínimo de paz, de piedad y de perdón para los vencidos. Lo expuso Sáinz Rodríguez, futuro ministro de educación golpista, con estas palabras: “Para que se pueda discutir una fórmula transaccional con la España roja, nosotros exigimos como cuestión previa que asistan a la deliberación nuestros únicos representantes: Calvo Sotelo, José Antonio, Pradera, Maeztu, Onésimo Redondo…” (Diario de Navarra, 18.10.1938). Un imposible metafísico.
El general genocida, por su parte, sentenció: “Cuantos deseen la mediación consciente o inconscientemente sirven a los rojos y a los enemigos encubiertos de España. La guerra de España es la lucha de la patria contra la antipatria, de la unidad con la secesión, de la moral con el crimen, y no tiene otra solución que el triunfo de los principios puros y eternos sobre los bastardos y antiespañoles. Los que piensan en mediaciones propugnan una España rota, materialista, dividida, sojuzgada y pobre; en que realice la quimera de que vivan juntos los criminales y sus víctimas; una paz para hoy y otra guerra para mañana. La sangre de nuestros gloriosos muertos y la fecunda de tanto mártir caería sobre quienes inspirasen tan insidiosa maniobra” (Diario de Navarra, 19.7.1938).
La prensa golpista no se salió de dicho guion. El Pensamiento Navarro lo glosó así: “A quienes torpemente están maniobrando en torno a la guerra de España habrá que decirles que la convivencia entre ambos bandos es imposible” (11.8.1938). Lo mismo hicieron los falangistas de Arriba España. Redujeron la mediación a “consigna masónica” (24.10.1938). La Gaceta del Norte escribió “Hicimos la guerra, por imposibilidad de convivir”. Y recordaba estas palabras del dictador: “Impondré la paz con la victoria, que lo que hemos ganado con sangre y esfuerzo no se puede escamotear con papeleo y discursos retóricos y zancadillas masónicas. Si la manera roja de mediación persistiera, si a medida que la llegada del invierno les presenta el cuadro terrible de su impotencia absoluta para proseguir la guerra insistirán en sus afanes de arreglo, la decisión inexorable definitiva de España se manifestará más recia, más rotunda cada vez”. Como conclusión: “La voz de Franco lo exige a todos los vientos del mundo. Y la voz del caudillo –no lo olviden los rojos ni sus valedores más o menos encubiertos– es voz de Dios, de España y del Imperio” (La Gaceta, 11.10.1938).
Tanto militares como jerarcas eclesiásticos fueron unánimes. Dejando de lado a los primeros, que la negaron por prescripción de su ADN, el obispo de Salamanca, Pla y Deniel, diría: “Para la mediación encuentro que repugna a los españoles nacionales, pues haría estéril en gran parte tanta sangre generosamente vertida y no evitaría el peligro de nuevas revoluciones e intentos comunistas”. El Cardenal Gomá ya había dicho: “¿Mediación? La gloria del martirio no amengua la infamia de los verdugos”.
A esta campaña orquestada, los periódicos añadieron en sus páginas la siguiente publicidad: “Camarada. Si, por caso, oyes hablar a alguien de mediación, sabes que ese es un traidor. Trátalo como a tal. Madres, esposas, hermanas, vuestro hijos, esposas y hermanos cayeron por la unidad de España. Tened la seguridad de que los intentos rojos de mediación no prosperarán” (Diario de Navarra, 19.7.1938).
Es cierto que el contexto de la guerra nacida de un golpe de Estado invitaba a no caer en brazos de la fraternidad universal, ni reconocer siquiera que habían combatido contra un digno enemigo. Pero, después de más cuarenta años transcurridos de la guerra, ¿cambió algo la posición de los franquistas?
Algunos pensaron que entrarían en razón evangélica, no en vano las derechas dieron el golpe porque Dios lo quiso y se aprestarían, inspirados por esa piedad y perdón del evangelio, a iniciar el camino de la reconciliación entre los bandos. Si no reconociendo las víctimas asesinadas en retaguardia, al menos enterrarlas dignamente, deseo que, en otro discurso memorable en 1938, también expresó Negrín: “El gobernante que al cesar la contienda no comprenda que la conciliación y armonía que hagan posible la convivencia ciudadana, ¡maldito sea!”. La máxima obligación de todo dirigente deberá ser que, sin transcurrir muchos años, en las estelas funerarias de cada pueblo figuren hermanados los nombres de las víctimas de la lucha, como mártires por una causa de la que debe surgir una nueva ya y grande patria”.
Ni Azaña, ni Negrín, dos de los políticos más odiados por las derechas de este país, fueron escuchados, ni en 1938, ni en 2024.
Una posible explicación de esa actitud la dio, sin pretenderlo, el presidente del Gobierno en funciones, Torcuato Fernández Miranda en 1973. En los funerales de Carrero Blanco del 21 de diciembre de ese año, dijo: “Hemos olvidado la guerra con el afán de construir la paz de los españoles, pero no hemos olvidado ni olvidaremos nunca la victoria”.
Ni la olvidaron en 1973, ni en 2024. Las derechas de este país siguen dividiendo la sociedad en dos mitades contrapuestas, la de los vencedores y vencidos. Y es evidente que quienes ganaron la guerra no han renunciado a seguir cobrando los supuestos réditos de esa victoria. Una gente así jamás buscará la concordia. No se lo permite su ADN político.
También firman Carlos Martínez, Jesús Arbizu, Clemente Bernad, Carolina Martínez, y Txema Aranaz, miembros del Ateneo Basilio Lacort