La palabra es fea. Suena mal. Pero nombra algo que existe. Y que, por desgracia, crece. El edadismo es una forma de discriminación estructural. Se basa en la edad, pero no afecta a todas por igual. Se ensaña con las personas mayores. Con quienes ya han vivido, han trabajado. Con quienes ya no son jóvenes.

En España y en Euskadi, el edadismo se cuela en los procesos de selección, en los medios de comunicación, en los discursos institucionales. A menudo, incluso en el lenguaje. Y lo hace con la complicidad inconsciente de muchas personas que nunca lo admitirían. Porque el edadismo no se ve como una discriminación. Se ve como una verdad.

Hay generaciones enteras que han crecido en el respeto a la diversidad. Que reconocen la violencia de género. Que denuncian el racismo. Que combaten la homofobia. Y, sin embargo, no ven el edadismo. No lo perciben. O peor aún: lo justifican. Porque piensan que la juventud es un valor. Una virtud. Algo que hay que conservar, mostrar, celebrar. Se habla de talento joven, de arte joven, de empresa joven. Como si lo joven fuera sinónimo de excelencia. Como si lo demás fuera un lastre.

Pero la juventud no es un mérito. Es un estado. Se es joven por el simple hecho de tener pocos años. No hace falta demostrar nada. No es una conquista, ni una elección. Es como ser rey o conde: no te lo has peleado, te viene dado. Cuando alguien intenta abrirse paso esgrimiendo su juventud, está señalando a quienes ya no la tienen como un obstáculo. Eso también es edadismo.

El resultado es un escenario en el que ser joven abre puertas, mientras envejecer las cierra. Donde se valora más el potencial que el conocimiento. Donde la experiencia se asocia con rigidez, con pasado, con lentitud. Donde se descarta a quien no cumple con los códigos de una supuesta actualidad.

En el ámbito cultural, este fenómeno no es menor. Se premia lo emergente. Se promociona lo nuevo. Se confunde la contemporaneidad con la juventud. Pero el arte no tiene edad. Nunca la ha tenido. Kubrick rodó su última película con más de 70 años. Bowie publicó su disco más inquietante dos días antes de morir. Goya pintó sus frescos más radicales al final de su vida. Morricone seguía componiendo para el cine cuando tenía 85. Unamuno escribió su novela más compleja cerca de los 60. Ninguno de ellos fue “viejo”. Fueron artistas. Pensadores. Creadores. Lo que tenían que decir no dependía de su edad, sino de su talento. De su inteligencia. De su obsesión.

El relevo generacional es necesario, pero no puede ser estúpido. Tomar la palabra implica también respetar de dónde se viene. Si no hay transmisión, todo empieza de cero. Y empezar de cero no siempre es transformador: muchas veces es repetir errores ya conocidos. Para que nada cambie, basta con que nadie recuerde lo que ya se intentó. No se trata de ceder el testigo sin más, sino de correr juntos esa carrera. Solo así será posible avanzar hacia una buena meta.