Barcos-cárcel, brazaletes electrónicos, mala baba... En el Reino Unido parece que los legisladores han perdido ligeramente el Norte a la hora de gestionar al personal sin papeles. Supongo que en el mercado interno del Partido Conservador, que es el que ejerce las labores de gobierno en los dominios de su graciosa majestad, vilipendiar a los inmigrantes ilegales es una de las maneras más directas de aferrarse al poder ahora que las encuestas dan al Partido Laborista, rival histórico de los tories, todas las opciones para imponerse en los próximos comicios. Todo esto pasa en un Estado fundamentalmente multirracial, heredero de un imperio con mil etnias que dominó el mundo gracias a la participación de todas ellas. Sin embargo, parece que tras el brexit, auspiciado por elementos ultramontanos ya desaparecidos de la primera línea política, Gran Bretaña tenía la necesidad de encontrar un chivo expiatorio adecuado al que culpar de todos los males económicos que acechan a un país venido a menos tras su salida del club comunitario. Ahora, años después de aquel divorcio, Londres parece haber dado con la tecla para contentar a su opinión pública, aunque todo ello sea un verdadero esperpento.
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