a globalización no es un cuento. Es real. Pero a diferencia de otras globalizaciones habidas a lo largo de la historia, la que vivimos no tiene dirección política, está regida por el mercado. Esto quiere decir que quien decide la marcha del mundo global no son personas elegidas de manera democrática, ni siquiera pertenecen al ámbito de la política, son sencillamente acumuladores de dinero, especuladores. La ausencia de una dirección política nos hace más vulnerables. Naciones Unidas que, al menos como hipótesis, debiera ser la base de una gobernanza mundial, está neutralizada por el derecho de veto de cinco potencias con intereses propios. Su limitada acción frente a la pandemia nos muestra su enorme debilidad. Sospecho que algo así ocurriría en caso de un holocausto ecológico. La actual globalización va camino del desastre. ¿O es mucho decir?

Lo cierto es que los poderes políticos van abdicando ante la superioridad de recursos de sus atacantes. Los políticos sucumben y los intereses privados se imponen. El caos de directrices que padecemos en la lucha contra la pandemia no es sino el espejo de una acción política débil, contradictoria y por consiguiente confusa. Un mundo dirigido por los mercados nunca contemplará el bien común como prioritario. Al contrario, buscará su hegemonía en la toma de decisiones que afectan a la globalidad, haciendo que los gobiernos renuncien al control sobre transferencias financieras. Quienes deciden son grandes instituciones y corporaciones privadas, bancarias, además de especuladores con nombres propios, dueños de sumas multimillonarias.

Cuando hace veinte años leí el libro Después de la pasión política de Josep Ramoneda, creí que el autor iba demasiado lejos al afirmar que el eje del sistema democrático se rompe, trasladándose hacia otros poderes corporativos como el judicial y el financiero. Veinte años más tarde creo que Ramoneda dio en el clavo y puede hablarse de un rapto consumado de las libertades, de la democracia y de la política. En este punto defenderse del Mal es una exigencia.

Los poderes económicos han ido consolidándose en virtud de la liberalización presentada como desreguladora. Ha sido el resultado de un proceso que va paralelo a intensas relaciones económicas, articulada por medios informáticos, en el marco de una vindicación de libertad para hacer negocios, cuando lo cierto es que la libertad real es para los más fuertes que detentan el poder económico.

De lo que estoy hablando es de que la política que debe ocuparse del bien común, de los intereses generales, de los más, ha sido desplazada del puesto de mando por grupos que utilizan todos los recursos a su alcance para erosionar lo común, destruirlo, y consagrar en su lugar los grandes negocios de los menos. En un mundo así nadie se encarga de cuidar la salud global de la humanidad, de la ecología, de la vida de las especies. Navegamos en una nave sin rumbo. La conducción política está subordinada, al punto de que quienes idealizan el libre mercado formulan la conclusión de que toda intervención o injerencia de una o más autoridades, anula la virtud de la mano invisible, de manera que nadie debe entrometerse en esa falsa libertad del liberalismo. Lo cierto es que la libertad de elegir la da el dinero.

Un mundo sin rumbo, o peor aún con rumbo a su autodestrucción, no entiende lo que es bueno para el conjunto del planeta y de la humanidad y sigue funcionando de acuerdo con los intereses de elites que apenas merecen ser llamadas humanas. Sólo el hecho de que numerosas guerras, alguna iniciada en 1948, sigan vigentes porque se nutren de armas fabricadas en Occidente, pone de relieve el fracaso de la sociedad mundial. Es verdad que todavía cabe una nueva toma de conciencia, ahora que conocemos mejor que nunca el árbol genealógico de la humanidad y vemos nuestra comunidad de destino ligada a un planeta que para vivir necesita enormes cuidados. Pero, en todo caso, no vivimos en un jardín y sí sobre un gran polvorín. Urge la reforma de Naciones Unidas.

Queridas y queridos lectores, la incertidumbre se impone y el espectáculo de la violencia rivaliza con la amenaza de las epidemias, el cambio climático y los movimientos migratorios, al tiempo que nuevas formas de censura lesionan gravemente la democracia, o sea la libertad.

¿Qué podemos hacer? Creo que recuperar el sentido de la comunidad, de los intereses colectivos, sería un paso necesario. Lo que estamos viviendo no es ajeno a una posmodernidad que banaliza las premisas éticas y ensalza el individualismo como supremacía. Pero el individualismo no nos salvará ni nos hará mejores. Una sociedad así se fractura, se divide, se confronta internamente, es la lucha de todos contra todos, el caos. En segundo lugar, hay que recuperar el Estado. El Estado que ya no es funcional a la justicia, pero sí es funcional a fuerzas oscuras que están a los mandos del desastre. Una sociedad ética ha de estar fundada en la justicia que es el valor central de la ética.

“Érase una vez la política”. El liberalismo nos prometió que la mano invisible velaría por nosotros, pero lo ha hecho poniendo los intereses particulares por encima de los generales. Ante este fraude, la política está en retirada. La representación por grupos de interés se impone y desplaza a la representación política. En el espacio público las voces que más se oyen, según el ensayista Josep Ramoneda, son las que tienen mayor capacidad de organizarse en forma de lobby, algo que se logra por dinero, posición y capacidad de presión electoral.

¿Es posible recuperar la razón para el ejercicio de la política? ¿Y la necesaria pasión por la política? Lo cierto es que la política se muestra agotada, al tiempo que las instituciones públicas pierden legitimidad social. Los jóvenes en cada vez mayor número se inclinan por utilizar vías alternativas, no institucionales, para visibilizar su desconformidad. Pero, en medio de la crisis de credibilidad, la política es más necesaria que nunca. Lo es para cambiar para mejor las condiciones de vida, para ejercer la libertad, para profundizar la democracia, para avanzar en igualdad, para cuidar la pluralidad, para deliberar, debatir, acordar o disentir de manera civilizada. Lo es para vivir en sociedad. Precisamente, entre lo absurdo de la existencia humana está el hecho de que no hayamos sido capaces de prohibir la guerra.

Por lo demás, la política española está muy enferma. La derecha la ha convertido en un campo de bulos, mentiras y juego sucio que incluye ataques personales. Pero no puede rendirse. Debe presentar batalla frente a quienes desde la desesperación inoculan veneno para que todo sea cuanto peor mejor. Y, esa batalla, debe ser ganada por la regeneración de la política y de la democracia. * Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo