o constato sin drama ni ansiedad. Pero la reflexión de percibir los prolegómenos de mi caducidad se basaba en hechos que creía anecdóticos. Pero no, la anécdota comienzan a ser categoría. Ahí entran las rarezas, las manías, las obsesiones y los cambios sociales que nos atropellan sin darnos cuenta.
El otro día llegué a la conclusión de que cada vez es mayor el número de gente que parece hablar sola. Siempre ha habido personas que tenían la habilidad de expresarse oralmente sin que nadie atendiera su diálogo. Pero ahora, el fenómeno resulta generalizado. No me refiero a los panolis que llevan el teléfono móvil pegado a su cara y al que se dirigen como si fuera una tostada inteligente que quisieran devorar. No. Mi observación viene a cuento de esos individuos que, aparentemente, mantienen una conversación con nadie. Algunos van en coche y le hablan al salpicadero. Incluso hacen gestos para acentuar sus afirmaciones. Yo, disimuladamente, les miro desde el coche de al lado y con el rabillo del ojo me fijo en la expresividad de unos conductores a los que el tráfico rodado pudiera haberles afectado a estabilidad emocional.
Pero los que más me turban son los que conversan con amigos invisibles mientras pasean por la calle. Deambulan solos como si estuvieran en compañía. Incluso se ríen o se enfadan. Es todo un misterio. En todos los casos las conversaciones parecen ser correspondidas y da la impresión de que hay alguien al otro lado del monólogo.
Es necesario agudizar los sentidos para cerciorarse de que este comportamiento tiene siempre una explicación: la tecnología. Así, unos no sueltan el volante mientras conversan porque gracias a un sistema llamado Bluetooth consiguen que su terminal telefónico se conecte con el sistema de radio del coche y así interactúan a distancia con las manos libres. Otros, utilizan unos minúsculos e imperceptibles auriculares inalámbricos con micrófonos incorporados que, escondidos en sus orejas, trasladan la sensación de platicar para ellos mismos cuando en realidad, lo que hacen es mantener una conversación tradicional con terceros.
Por lo general, todos nos hablamos a nosotros mismos. Aunque no nos demos cuenta de ello. En ese arte de la autoconversación hay verdaderos especialistas. Yo conozco unos cuantos pero seguro que cada cual tiene sus referentes. Tolín, por ejemplo, es un rapsoda que vive en un pequeño pueblo alavés. Desde que se levanta -que no suele ser muy temprano- hasta la hora de volverse a refugiar en casa, mantiene una ávida conversación consigo mismo. Parece un filósofo tratando de explicar a su intelecto la teoría platónica del demiurgo. Se trata de un comunicador sumamente educado ya que, cuando corresponde, interrumpe su alegato, da los buenos días a quien junto a él se cruza, y retoma posteriormente su particular plática. Un vecino ejemplar.
No tanto lo era Galilea, un joven voceador cuya especialidad era cultivar la técnica del discurso y el mitin. Especialmente en horario nocturno, para escarnio de los sufridores vecinos cuya única alternativa para poder dormir pasaba por una llamada telefónica a la Policía municipal. Una acción que solía resultar efectiva al momento pero que, al día siguiente, volvía a tener consecuencias ya que Galilea, además de insistente, era bastante rencoroso. Algo parecido pasaba con Pizarrín. Aquella piltrafa humana, más que hablar, bisbiseaba y si bien sus circunloquios resultaban de difícil interpretación, algunos, especialmente en determinados cuartelillos, los atendían con especial interés. Hay muchos más personajes que podía mencionar. Todos hemos conocido a solistas de la conversación, y en nuestro debe particular indicar que en más de una ocasión les hemos señalado negativamente haciendo burla a su habilidad.
Hoy los expertos nos indican que hablar solos es bueno ya que aumenta nuestra motivación, es una forma magnífica de reflexionar, incrementa nuestra memoria y nos proporciona tranquilidad al tiempo que reduce la sensación de soledad. Lo dicen los psiquiatras en el diván.
Tal vez por eso o por ese efecto de estar cerca a ser descatalogado me he dado cuenta de que yo también llevaba un tiempo repitiendo en voz alta una cifra. “37 años, 9 meses y 25 días”. ¿Qué era aquel mantra? ¿A qué obedecía?
En mis manos tenía unos papeles de colores. Era un informe de la vida laboral y tales cifras representaban el tiempo de mi existencia que había cotizado a la Seguridad Social
Las pensiones son una de las principales preocupaciones de la gente corriente. De su sostenibilidad y virtualidad como prestación pública presente y futura dependerá el bienestar de mucha gente -entre ellos yo-. De ahí que de su protección y mantenimiento estemos especialmente sensibilizados y alertas.
En los últimos años, diversos factores -empleo activo, envejecimiento de la población, expectativa de vida, relevo generacional, etc.- han provocado una crisis profunda en el sistema público, necesitado de una reforma profunda de cara a garantizar su sostenibilidad, es decir su pervivencia en el tiempo. Este desequilibrio estructural ha tenido como consecuencia que los fondos acumulados durante años por las aportaciones de empresas y trabajadores para hacer frente a las contingencias futuras (Fondo de Reserva) se hayan visto mermados considerablemente hasta su práctica desaparición. La llegada a periodo de jubilación de la denominada generación del baby boom (los nacidos entre los años 50 y los 70, con picos demográficos anuales de 700.000 natalicios) va a provocar un estrés considerable al ya maltrecho sistema que puede llegar a provocar su colapso.
La falta de consenso interno, tanto en el ámbito político como social, ha colocado el debate de las pensiones en un punto inexcusable de no retorno. La situación, que exige ya una respuesta inmediata, cuenta además con el apremio de la Unión Europea, que ha terminado por amenazar con no aportar recursos económicos para la recuperación tras la pandemia si el Estado español no acomete, antes de final de año, la tan necesaria reforma del sistema de pensiones.
Sin acuerdo político -imposible en el actual clima de confrontación- y con el dialogo social cojo por la falta de entendimiento con la patronal, el Gobierno español, apremiado por los plazos, ha optado por presentar una propuesta transitoria que permita, cuando menos, “pasar el charco” de la incorporación al sistema de los babyboomers. Una patada a seguir del balón de las pensiones que no resuelve el problema global y que deja muchas dudas sobre la veracidad de los ingresos calculados por el Gobierno español con las nuevas medidas a adoptar en los próximos años (incremento de la cotización un 0,6% desde el año 23 y durante una década).
Además, se da la circunstancia de que este parche, que puede llegar a resultar útil, ha sido diseñado por un ministro, José Luis Escrivá, cuya capacidad creativa y de poner en órbita globos sonda ha obstaculizado seriamente el proceso del diálogo social, enrareciendo el buen clima preexistente entre patronal y sindicatos en plenas negociaciones tanto del ámbito de las pensiones como de la reforma laboral.
Escrivá también habla solo en el campo político -llegará el proyecto de ley a su aprobación sin capacidad de diálogo y negociación-, lo que dificulta notablemente la posibilidad de introducir mejoras en un texto que las necesita para ampliar su base de acuerdo. Aun así, de la falta de interlocución, de la solución “provisional” planteada o de la ruptura de la sintonía de los agentes sociales, la búsqueda de soluciones a la falta de sostenibilidad del fondo de las pensiones públicas volverá a obligar a la representación vasca en el Parlamento español a actuar con responsabilidad y en defensa del bien común.
Hacer demagogia en este campo sería bien sencillo. Bastaría con sumarse a las reivindicaciones vociferantes de manifestantes pertinaces. Pero hacerlo sería, igualmente, una forma -distinta- de hablar para uno mismo y no para el conjunto de la sociedad. Lo que toca en este momento no es la pancarta sino garantizar las pensiones de jubilación de hoy y de mañana. * Miembro del EBB de EAJ-PNV