uelve la “España cañí”. Esa que nos recuerda tiempos de La escopeta nacional. Por un lado, militronchos enardecidos que agitan sus sables en amenaza de “pronunciamiento” a la hora del café con leche. En el almuerzo, jueces entogados que imparten doctrina “por Dios y por España”. Y todo ello con un “Emérito” que regulariza sus bribonadas al fisco por el deseo, como El Almendro -el turrón, no el colectivo-, de volver a casa por Navidad.
Comenzamos la semana con los ecos cuarteleros de casi un centenar de militares en la reserva que remitían una carta a Felipe VI en la que señalaban que España vivía una situación de “deterioro”, en la que la “cohesión nacional” corría graves riesgos, “tanto en su vertiente política como económica y social”. Los firmantes de la misiva, que no era sino la consecuencia de una serie de movimientos en las redes sociales de mandos jubilados de las Fuerzas Armadas, culpaban al Gobierno “social-comunista, apoyado por filoetarras e independentistas”, de amenazar “con la descomposición de la Unidad Nacional”
El escrito, enviado a La Zarzuela, venía precedido de diversas filtraciones periodísticas de un grupo de chat en el que alguno de sus participantes hablaba de “fusilar a 26 millones de españoles”, lamentándose de que un “pronunciamiento” como el de julio de 1936 no pudiera llevarse a cabo. El promotor de la carta remitida al rey Felipe fue el general de división retirado Francisco Fernández Sánchez, destituido en 2006 como comandante general de Melilla tras resistirse a descolgar un retrato de Francisco Franco de la sala de honor del cuartel de los Regulares y poner reparos a sancionar como falta grave una carta de un capitán de la Legión a un periódico de Melilla en la que amagaba con “plantarse con su compañía en el Ministerio de Defensa”.
El pasado mes de febrero, el jefe de los servicios secretos del Ejército alemán (MAD) anunció la detección de unos 550 soldados con conexiones con la ultraderecha en las tropas de la República Federal. Ante ese hecho, el Grupo Vasco (PNV) preguntó oficialmente al Gobierno español si tenía “sospechas” de que pudiera producirse en su ejército una situación similar y , en su caso, si había realizado alguna investigación para aclarar ese extremo. La respuesta del Ministerio de Defensa entonces fue negar la mayor pues “los miembros de las Fuerzas Armadas trabajan por y para España y tienen un compromiso total y pleno con los valores constitucionales”.
Unos meses después, nos encontramos con las cartas remitidas al jefe del Estado y la publicación en medios de comunicación de informaciones vinculadas a la actividad de ex mandos castrenses. Por ello, el PNV volvía a interpelar al Gobierno de Pedro Sánchez sobre la implicación de efectivos de las fuerzas armadas en este tipo de iniciativas conspirativas: “¿Puede el Gobierno afirmar con rotundidad que estas actuaciones no se han producido entre miembros del Ejército en activo? ¿Va a realizar el Gobierno alguna investigación al respecto? ¿Considera que este episodio abre una sospecha o un indicio suficiente para realizar una investigación similar a la realizada por los servicios de inteligencia alemanes en sus tropas? ¿No considera el Gobierno que ensalzar la dictadura franquista y amenazar con fusilar a 26 millones de personas contradice los valores constitucionales?”. Joseba Agirretxea, diputado jeltzale por Gipuzkoa, intentó por activa y por pasiva que la ministra de Defensa, Margarita Robles, aclarase la situación. Pero fue imposible. “Son cosas del pasado”, se limitó a señalar con tono ofendido la ministra, cuya desabrida reacción parlamentaria bien pudiera haber sido aplaudida por el mismísimo Ortega Smith.
La permanente amenaza involucionista en la estructura militar española ha sido soterrada durante años, habiendo emergido recientemente tras el auge de la ultraderecha. Vox ha nutrido sus listas electorales con cuadros relevantes de militares retirados, algunos de los cuales obtuvieron su acta como diputados en el Congreso acompañando a Abascal, Espinosa de los Monteros o Macarena Olona, quien se refirió al colectivo firmante de la carta enviada al rey como “nuestra gente”.
Por desgracia, el franquismo sociológico sigue instalado en los cuadros militares del Estado. La carrera profesional no atrae a personal vocacional de perfil demócrata y progresista que renuncia a su formación por el microclima que se respira en las academias y en los centros corporativos. Un ambiente viciado por el pasado y que mantiene buena parte de los valores castrenses predemocráticos. De ahí que, aunque resulte anacrónico, no sea difícil encontrar -pese a que el Gobierno español lo niegue- vínculos entre personal de las fuerzas armadas y planteamientos nostálgicos o abiertamente antidemocráticos. Bien haría en ofuscarse Margarita Robles con quienes permiten que esa situación permanezca en los cuarteles y no con quien le solicite información e investigación para depurar estas tramas.
Otro de los poderes en los que la transición no ha terminado de practicarse y que demuestra, cada vez con más estridencia, su desfase con los tiempos y el entorno en el que vivimos es la judicatura. Hay posiciones adoptadas desde la administración de justicia que sobresaltan por incompatibilidad manifiesta con el derecho europeo. O con el sentido común.
Que el Tribunal Supremo español decida repetir el procedimiento por el denominado caso Bateragune, tras la sentencia anulatoria del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo de 2018 por falta de un juicio justo, resulta un esperpento que retrata la más aviesa intención de una justicia politizada cuyo protagonismo bastardo va más allá de la aplicación del derecho o de la interpretación de la legalidad vigente.
No resulta baladí que en los últimos años la intervención de determinados ámbitos judiciales -cuya renovación se encuentra bloqueada por la derecha española- haya condicionado, interferido y dificultado la libre actuación política bien de partidos políticos o de instituciones. Hoy urge más que nunca que la administración de Justicia española acometa una profunda renovación de sus estructuras, funcionamiento y criterios de selección para equiparar sus actuaciones a los estándares procesales europeos en defensa de los Derechos Humanos.
El ridículo del caso Bateragune -cuya condena cumplieron íntegramente los sentenciados- es uno más de esos en los que las más altas instancias europeas reconvinieron al Reino de España por la vulneración del derecho de las y los acusados a un juicio justo y por su falta de imparcialidad.
Pese a ello, para mayor bochorno, la sala segunda del Supremo, presidida por el justiciero Marchena, vuelve a determinar la repetición del juicio so pretexto de que la acusación no ha decaído y que, por lo tanto debe juzgarse. ¿Tendrá esto algo que ver con el hecho de que el Gobierno “social-comunista” ha aprobado los presupuestos con el apoyo de los “independentistas y los filoetarras”?.
El casticismo de la estampa que se presenta ante nuestros ojos va más allá. Las autoridades togadas del Tribunal Constitucional acaban de sentenciar que incitar a quemar la enseña rojigualda (no el hecho material sino su invitación a hacerlo) no está amparado por el derecho fundamental a la libertad de expresión y constituye un delito de “ultraje” a la bandera. El fallo, recientemente conocido, tampoco tiene en consideración otra sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que ya en 2018 sancionó a España por haber condenado a dos militantes independentistas catalanes por quemar fotos del rey. Según la corte europea “quemar fotos del Rey no constituye un delito, sino una forma de libertad de expresión política”.
El Tribunal Constitucional español ha despreciado la jurisprudencia comunitaria ratificando una sentencia de la Audiencia provincial de A Coruña contra un sindicalista que en un acto de protesta laboral en unas instalaciones militares pronunció la frase “hay que prenderle fuego a la puta bandera”. La verbalización se quedó en eso, en palabras, pero el delegado sindical fue condenado en primera instancia por el juzgado de lo penal de Ferrol, sentencia que fue ratificada por la Audiencia provincial, y ahora ha sido avalada por el Tribunal Constitucional. Kafkiano.
En los Estados Unidos, la Corte Suprema ha proclamado que quemar una bandera estadounidense está protegido por la Primera Enmienda que garantiza la libertad de expresión (caso Texas contra Johnson).
Pero España no es Estados Unidos. Ni se le parece. “Spain is different!”. España cañí.
El autor es miembro del EBB de EAJ-PNV