n el invierno de 1933, un joven anglo-irlandés de 18 años decidió cruzar el Canal de la Mancha y recorrer Europa andando. Un año después de salir de Holanda, llegó a Constantinopla (Estambul). El testimonio de aquel viaje fueron tres libros, escritos más de cuarenta años después, aunque la vida de su autor, Patrick Leigh Fermor, se prolongó hasta casi alcanzar el centenar de años. Un tiempo que empleó en viajar, escribir, conversar y, disfrutar intensamente de la vida. Durante la II Guerra Mundia, fue protagonista del secuestro en Creta del general Kreipe, a quien, luego de sortear disfrazado de oficial alemán sucesivos controles de carretera y tras una épica huida por las montañas, logró llevar prisionero en submarino a Egipto.
Paddy, como le conocían sus amigos, recorrió Europa, siguiendo primero la línea del Rin y luego la del Danubio, alojándose en albergues, al raso y, a veces, en castillos y palacios. En aquella época, muchos municipios y aldeas prestaban alojamiento al viajero y diversas cartas de presentación le abrieron también las puertas de la nobleza centro-europea. Durante el viaje se encontró con campesinos y pescadores, mercaderes y contrabandistas, estudiantes y pastores. Convivió con europeos de diferentes lenguas y múltiples nacionalidades: sajones y bávaros, eslovacos, rutenos, búlgaros, turcos, gitanos, o griegos; además de un popurrí de príncipes alemanes, condes húngaros o nobles rumanos que configuraban, sin saberlo, un mundo a punto de desaparecer. Aunque desde el inicio llevó un diario de viaje, el destino de aquellos cuadernos resultó muy azaroso. Algunos, tras un robo en un albergue de Munich, desaparecieron junto a todas sus pertenencias. Otros, que también se creían perdidos, se recuperaron algunas décadas más tarde.
El relato de su periplo concluye con una visita a varios monasterios ortodoxos, ubicados en la península del Monte Athos, episodio incluido en el tercer volumen: A Broken Road(Un camino roto); título que hace alusión al hecho de que su autor no llegó a entregar en vida el relato del final de aquel viaje, interrumpido en las gargantas danubianas de las míticas Puertas de Hierro. Tras concluir el viaje, Paddy inició un apasionado romance con una princesa rumana, a cuya residencia familiar en Moldavia se trasladó la pareja y donde vivió varios años hasta que, alertado por el inminente inicio de la II Gran Guerra, decidió regresar a Inglaterra en 1939 para alistarse. Aquella separación se prolongó durante décadas, hasta los años 60, cuando mediante un encargo literario, pudo organizar un rencuentro al otro lado del Telón de Acero, que procuró la inesperada recuperación de una parte de los diarios. Para entonces, Paddy había construido junto a su mujer Joan una residencia en la península de Mani, Peloponeso griego, que se convertiría hasta su muerte en 2011 en lugar de peregrinación para numerosos viajeros.
La odisea ambulante que le llevó a conocer la Europa central y danubiana está relatada en los volúmenes A Time of Gifts (Tiempo de regalos) y Between the Woods and the Water (Entre los bosques y el agua), donde su protagonista demuestra un asombroso dominio del idioma, una inusitada capacidad memorística y una enorme sensibilidad por la gente y la naturaleza. Buena parte del éxito que alcanzó en el mundo anglosajón se debe a que esa aventura de juventud fue escrita en la madurez, filtrando su memoria con la experiencia acumulada. Hoy, la fabulosa idea de recorrer Europa andando parece ser un privilegio reservado a la emigración extracomunitaria. Sin embargo, el presente y futuro de la Unión Europea probablemente sería distinto si además de redes de fibra óptica se hubieran acondicionado caminos para que los europeos pudiéramos recorrer andando el continente.
Cien años después de aquella aventura, la humanidad ha comenzado a dar pasos para atravesar y descolonizar su pasado. Los reiterados episodios contemporáneos de supremacismo blanco contra la población de color, en especial contra los afroamericanos en Estados Unidos, pero también contra indígenas y latinos, están derivando en una reacción contra los símbolos de la colonización y el imperialismo, en especial, contra los monumentos erigidos a esclavistas anglosajones y a conquistadores hispanos. Figuras ligadas a la Confederación y al unionismo racista, o a la dupla de la cruz y la espada con la que desde España se emprendió la conquista americana, han comenzado a ser públicamente contestadas y algunos de los monumentos a sus símbolos más reconocidos -generales sudistas como Lee o el presidente Jefferson Davis, los presidentes de la Unión Theodore Roosevelt o Woodrow Wilson, Colón o Isabel La Católica, Juan de Oñate (virrey y feroz conquistador de Nuevo México) o Fray Junípero Serra (promotor en California de asentamientos forzados para nativos, denominados “misiones”)- están siendo retirados o derribados.
Tras siglos de dominio y sometimiento, el silencio impuesto sobre las atrocidades de las conquistas, la esclavitud y la colonización, empieza a ser (masivamente) contestado. Evidentemente, el nacionalismo castellano/español, como el inglés o francés, amamantados en múltiples salvajadas militaristas, no terminan de asimilar las manifestaciones de repulsa a un legado que se pretendía “gloriosos y civilizatorio”, pero que ahora se interpreta como bárbaro y supremacista. El tiempo histórico del dominio del hombre blanco y su capacidad para imponer (su) relato al resto del mundo se está debilitando. La población blanca del planeta ya no representa ni el 10% del total y su memoria pública, construida sobre episodios de violencia simbolizados en estatuas y monumentos (patriarcales) ha comenzado a ser demolida.
Aquí, en Euskal Herria, las huellas de la conquista y colonización castellana y francesa siguen presentes en calles y monumentos, símbolos de la ocupación del territorio y el dominio impuesto por el reino o la república. Por ejemplo, Thiers, representante de la lingüicida república francesa y sangriento represor de la Comuna, tiene una calle en Baiona. Y el burgalés Diego López V de Haro, el intruso, una estatua que preside y da nombre a la Gran Vía bilbaina. En España, a un personaje como Carlos III, que a finales del XVIII impuso una versión intramuros de la colonización cultural castellana, prohibiendo la presencia del euskara o el catalán en la administración, la literatura y la educación, se le considera, tanto entre supremacistas fachas y progres, como arquetipo de rey ilustrado. No parece casualidad que su retrato cubriera las espaldas de Felipe VI en su infame discurso nacional-constitucionalista contra Catalunya. Extra et intramuros la descolonización del pasado es una tarea pendiente.
El autor es profesor de Derecho Constitucional y Europeo de la UPV-EHU