no hay droga más adictiva para el ser humano que el poder, pero tiene el problema de todas, que nunca es suficiente y que al final acabas jugándotelo todo por un poco más. Puedes llegar a pactar con el mismísimo Satán para que lave los pecados que cometiste en la ansiosa búsqueda de un nuevo colocón, o para que los cometa él mismo en tu nombre, y todo va bien hasta que, antes o después, Belcebú llama a la puerta para cobrarse sus deudas. Durante años exhibes tu belleza y tu dinero, tu poder, en los periódicos, mientras en un cuarto oscuro tu retrato se pudre a la par que tu alma, hasta que un buen día un pendrive, unos papeles, una grabación, destruyen los cimientos, endebles al fin y al cabo, de la impenetrable fortaleza desde la que miras con arrogancia cómo la plebe te admira y envidia. Lo peor es que el diablo casi siempre devuelve la llamada cuando ya has completado tu recorrido, cuando, saciada tu sed de poder, ya solo te queda descansar y dejar pasar los días, con tu nombre inmaculado y tu estirpe ungida por tus hechos conocidos. Y salen a la luz los desconocidos, y llega algo peor que la ruina o la cárcel, la destrucción por fascículos de lo único más importante que el poder, el honor espuriamente conquistado.