tengo por costumbre no mentir a mis hijos por muy comprometidas que sean las preguntas que me hacen cuando, antes de dormir, les asaltan las dudas e inquietudes propias de su edad. A veces, sin embargo, no me queda más remedio que faltar a la verdad, cuando, por ejemplo, me preguntan si los monstruos existen. No puedo decirles que sí, que los monstruos existen, que viven entre nosotros, que son como nosotros, y que hacen daño, mucho daño, que están más cerca de lo que podemos imaginarnos, que en su delirio no hacen distingos y que en muchas ocasiones hacen de los propios niños y niñas sus víctimas, directa o indirectamente. No puedo exponerles la crudeza de un mundo que ni los mayores terminamos de comprender, ni explicarles que el egoísmo, la falta de rumbo en la vida, la frustración ante las propias carencias, el odio, la cobardía o la maldad hacen de las personas los monstruos más abominables. Que a veces es imprescindible tomar distancia, insensibilizarse en cierta medida, ante una realidad que nadie con un mínimo de empatía por los demás puede alcanzar a asimilar así como así, que lo que su instinto les dice cuando apagamos la luz y les acechan los miedos es cierto.