O tempora, o mores, como dijo alguien hace mucho tiempo en una galaxia muy muy lejana. Cuando paro a repostar el coche y caigo en una gasolinera atendida por personas de carne y hueso me suelo alegrar. Que de todo habrá en la viña del señor, pero esos minutos tontos mientras se llena el depósito pueden ser bastante más agradables con un buenos días, por favor, gracias que no suene metálico y al que puedas responder sin parecer una loca; no digo nada si además enhebras alguna conversación. Me pasa lo mismo cuando llamo a un teléfono de atención al cliente. Llámenme loca, pero prefiero contarle mi vida a alguien que a algo. Y esto me lleva al número de teléfono ignoto que lleva llamando a casa durante la última semana. La cosa empezó suave, dos llamaditas que fui esquivando con educación, confiando en que el silencio administrativo fuera suficiente respuesta. Pero el asunto se ha puesto ya pelín violento: cuatro veces llamaron ayer entre las 10.00 y las 15.00 horas, tres veces en tres horas. La última descolgué el teléfono dispuesta a mentarle lo más sagrado a quien carajo fuera, amén de poner a la marca ideóloga del acoso telefónico en la lista negra de consumo. Pero no, al otro lado solo había una jodida máquina, supongo que tocando los huevos a unos cuantos ciudadanos de forma simultánea.
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