fue sólo el sonido fugaz y lejano de un característico silbido agudo. Quizás incluso ni siquiera fuera real y se tratara sólo de un recuerdo reflejo. Pero el otro día habría jurado haber oído, al pasar por una calle del barrio vitoriano de San Martín, el inconfundible aviso del afilador. Algunas veces el pasado nos asalta y nos retrotrae a recuerdos de vivencias, amigos o entornos que nos hacen sentirnos más vivos que la conexión al whatsapp. Son oficios que han sido condenados a desaparecer bajo el frío alud de la cultura de la globalización o incluso de la tiranía de los productos low cost. El afilador no es el único caso. También he echado en falta a los libreros de toda la vida, esos tenderos que te buscan y aconsejan lecturas -el de mi juventud cerró recientemente- y que no son lo mismo que los meros vendedores de libros. A los fotógrafos de eventos familiares que tiraban en película T-Max B/N y positivaban artesanalmente en formato de 13x18, a los carteros que conocen por su nombre a casi todos sus vecinos, a los acomodadores de las salas de cine o incluso a los interioristas. A todos ellos se les considera hoy prescindibles o sustituibles con asombrosa facilidad. Al menos nos queda, cuando creemos escucharla de cuando en vez, el sonido de la armónica del afilador para despertarnos del letargo.