Me topé con el affaire Gallardón leyendo un periódico en un avión, durante una breve recaída en el periodo vacacional de abstinencia informativa. Todavía no había dimitido el ministro, pero Mariano Rajoy ya había avanzado que su proyecto de reforma de la ley del aborto iba a ser que no. Pasado ya el asunto, y sin entrar en el contenido de la reforma, confieso mi cierto reconocimiento al presidente del Gobierno. Qué gloriosa habilidad para, dicen los entendidos monclovitas, endosarle al exalcalde madrileño la redacción de una ley y luego quitárselo de encima por redactar dicha ley; ti-ta, ni Nicolas Sarkozy le hizo la cama con tanto estilo a Dominique de Villepin. El propio Ruiz-Gallardón lo dejó entrever en su rueda de prensa de despedida. Para entender un poco más esta historia no hay que perder de vista, cuentan, las aspiraciones sucesorias del otrora progre de las filas populares, transmutado en ministro neocon y cuya caída, se dice, busca congraciar al Gobierno con el centro sociológico -eso es un viaje ideológico-; ni su posición de ministro de Justicia en pleno estallido del terremoto Bárcenas, ni el propio caso Bárcenas, ni el curioso mutismo del resto de ministros -clamoroso en caso de la vicepresidenta- que asumieron colegiadamente -según la ley- el anteproyecto de marras.
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