El rostro humano evolucionó para minimizar el daño de los puñetazos. Esta sentencia es en realidad el titular de una información científica publicada la semana pasada. Leí, recorté y guardé. Ahora que la comparto con ustedes se me ocurren dos reflexiones, una ligada a la evolución de la especie y otra al presente imbécil que nos intoxica. Respecto a la primera, y antes de entrar en materia, me siento obligado a sincerarme: creo que con el paso de los siglos iremos perdiendo los dedos de los pies porque ya no nos hacen falta para agarrar nada con ellos, exceptuando, entre otros, al protagonista de Mi pie izquierdo. Dicho esto, creo que el hecho de que el rostro humano haya evolucionado para encajar mejor los golpes no puede ser motivo de orgullo, más bien al contrario: ya que no somos capaces de dejar de hostiarnos, adaptamos los huesos de nuestro careto para obligar al rival a emplearse más a fondo. Así evolucionan las personas, modificando la superficie en lugar del comportamiento, y aquí enlazo con el presente imbécil que nos intoxica al que he aludido unas líneas arriba: no cambiamos para mejorar, sino para prolongar el sufrimiento: tendremos en unos años otra crisis y en unas horas otro rey, salvo que dejemos de mudar de piel y mudemos de corazón.