tardó en tener un diagnóstico certero y le costó aún más -a ella y a sus escasos familiares- hallar un plan de vida digno en una residencia para una viuda -con un hijo único perdido en América con el que hace años no se habla- cuya exigua pensión obliga a hacer filigranas. Después de un largo tiempo en el que la enfermedad le fue robando paulatinamente la memoria, le iba distanciando cada día un poco más de la realidad y le terminó por rodear de un mundo extraño, a Martina sólo le quedaban en la vida dos alicientes de los que aún era -a su manera y lo que quieras- más o menos consciente. Uno era su sobrina-nieta Ane, a la que ya apenas reconocía, pero que los domingos por la tarde solía acudir a leerle cuentos infantiles mientras le cogía de la mano. Y el otro, su enfermera Blanca, que le contaba mil historias mientras le aseaba, le dispensaba la medicación o le asistía a la hora del almuerzo. Pero después de casi un año dando tumbos, Ane decidió finalmente aprovechar una beca de investigación en Estocolmo, mientras que ahora la enfermera ya no es siempre la misma, puesto que Blanca ha entrado en un turno de rotación por los recortes que afectan al Instituto de Bienestar Social. Martina siente que hasta su pequeño mundo rutinario también se desvanece.