CREO que alguna vez ya he escrito sobre esto en este mismo espacio. Pero la resignación no me ha podido, todavía. Admito mi parcialidad en esto de la tecnología. Confieso que miro cada nuevo cachivache 2.0 con recelo, como esas tribus indias de los cómics de Lucky Luke que se resistían a hacerse una fotografía por miedo a que sus almas quedaran atrapadas en el artefacto. Lo que no impide que vaya sucumbiendo, en fiel cumplimiento de esas, sorprendentes e incoherentes pero ubicuas, paradojas del ser humano. Confesados mis pecados, resulta que hace unos días estuve en un concierto. Y no pude evitar fijarme en un cojosmartphone -no pude distinguir a la persona dueña del brazo que lo elevaba sobre el público- que, más allá de las fotografías de rigor, grabó buena parte de los temas del concierto. Supongo -es más, lo comprendo perfectamente- que la intención era guardar un recuerdo imperecedero de la actuación. Un buen fan ampliando su colección. Pero, qué quieren, soy una romántica. No pude evitar pensar que, quizá, era mejor disfrutar del concierto en vivo y en directo, sin píxeles de por medio. Dejar que lo efímero del momento incrementara el valor de cada estribillo, de cada solo de guitarra. Dejar los pudores en el bolsillo y entregarse a la comunión del directo, a corear, a aplaudir, a pedir otro bis. Es cierto que luego, pasados los días, los meses, solo queda la frágil memoria para rememorarlo todo. Pero la opción pixelizada se me antoja demasiado parecida a haber asistido al concierto por televisión. Más perfecta, sí, pero menos humana.
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