el caso del masivo espionaje norteamericano -¿o es europeo, o de ambos?- ha puesto sobre la mesa, una vez más, que nuestra privacidad no existe, que cualquiera de nosotros somos susceptibles de ser escuchados, leídos, vigilados. Basta con disponer de un GPS, o un teléfono móvil decente, para ser localizados; basta con una llamada para que sepan en qué piensas o con quién te relacionas. Lo mismo si escribes un e-mail. Y no digamos ya si cuelgas tus gustos y tus preferencias en Facebook o si tuiteas aunque sea ocasionalmente. A la mayoría no le importa que le espíen porque sus vidas son tan poco peligrosas como complicadas. Bastante tienen con sobrevivir como para sentir la necesidad de que respeten su anonimato. A lo sumo, alguno confiesa cierta extrañeza cuando empieza a recibir publicidad de coches precisamente cuando empezaba a pensar en comprárselo, o de cunas y chupetes en el primer mes de embarazo, o de guías exóticas justo cuando acababa de ojear por la red tarifas de tal o cual viaje... Pero el recelo es efímero, ¿quíen va a querer saber de mí? Los paquetes de datos han sido siempre una mercancía valiosa, desde los alumnos de cualquier centro académico hasta los clientes de bancos o los vecinos de un ayuntamiento. Las filtraciones vienen de lejos, sea para controlarnos o para vendernos cosas. Lo que pasa es que ahora se combinan las nuevas tecnologías con nuestra extraordinaria estupidez y carencia de espíritu crítico con el poder político y/o económico. Y los que nos vigilan no son más listos que nosotros, sólo más perversos. Y eso acojona.
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