"entiendo que estén cabreados, pero las víctimas no tienen ninguna razón", me decía ayer un amigo que, por cierto, no es en absoluto comprensivo con ETA ni con su pretendida lucha. "¿Y por qué no?", le azucé un poquito comentando la abultada manifestación de Madrid. "Porque si la ley que tenemos dice que la condena máxima es de tantos años, pues es de tantos años. Si no gusta, que cambien la ley y pongan cadena perpetua o pena de muerte, pero tampoco queremos eso, ¿no?". Pues no, al menos creo que la mayoría no. Un análisis simple, razonable y contundente que alimenta mi fe en la capacidad de los humanos para, aunque sea de vez en cuando, ir más allá de la exaltación y el fanatismo. Si nos dejáramos llevar por nuestros instintos volveríamos a la ley del Far West, esa que decía que mejor un inocente muerto que un culpable libre. Nuestra mentalidad es precisamente la contraria y, además, creemos en la prisión como elemento resocializador, no como mero castigo. Es cierto que algunos no volverán a la vida extramuros con el ánimo de redimirse de sus fechorías, pero aún me parecería peor que la libertad de cualquiera quedara al albur de un político o un juez habilitados para tomar decisiones en caliente, sin ceñirse a esa ley vigente que, en teoría, se fraguó después de una profunda y fría fase de reflexión. Si violan o matan a mis hijos querría cortarle los huevos al culpable, eso lo reconozco. Pero no creo que, en ese caso, yo estuviera precisamente facultado para elaborar leyes.
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