EL fallo de Estrasburgo sobre la doctrina Parot ejemplifica, en mi modesta opinión no docta, que una democracia no puede saltar las costuras del Estado de Derecho por loable que sea el fin. En este caso, el descosido fue cambiar a mitad de partido la interpretación sobre la aplicación de los beneficios penitenciarios, contraviniendo un principio básico en Derecho como la irretroactividad. El argumentario que repiten los defensores políticos de la doctrina Parot, de que no puede costar lo mismo un asesinato que 21, por más redondo y lógico en términos silogísticos que pueda resultar -incluso satisfactorio-, obvia que muchos de los presos de ETA a los que afecta han cumplido cerca de 25 años de condena, que su libertad no conllevaría un riesgo de reincidencia en la medida en que ETA cesó su actividades hace dos años, o que se ha aplicado también a presos acogidos a la vía Nanclares. Además chirría cuando acaba de quedar en libertad condicional el exgeneral Galindo tras cumplir apenas cuatro años de prisión continuada de los 75 a los que fue condenado por el asesinato de Lasa y Zabala. La flexibilidad del Estado de Derecho se ha llevado al límite a golpe de "construcción de imputaciones", en palabras de un ministro de Justicia del PSOE, o de "ingeniería jurídica", según definió un ministro del Interior del PP. Y el sastre europeo viene a recordárnoslo. El peligro de comulgar con el fin justifica los medios es que uno puede acabar pareciéndose a lo que combate, dejándose la legimitidad en cada medio heterodoxo que utiliza. Y al final una sentencia que es una victoria del Estado de Derecho acaba convertida en una derrota que no es tal.
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