EN un reino donde no se ponía el sol, al que unos llamaban turislandia y otros ladrillolandia, vivía y vive un señor peculiarmente vestido y con gustos muy lujosos, que tenía un gran poder: era el tesorero del partido político de los condes y duquesas, que contaba y cuenta con el apoyo de esos poderosos. Había sido, además, un cargo político importante en el reino. Y como era quien controlaba las cuentas de ese partido y conocía lo que cobraban todos los que en él trabajaban o mandaban, era el que tenía un sueldo más alto entre todos ellos. También conocía todos los movimientos económicos, legales y menos legales, que afectaban al partido y a su financiación. Sabía cuánto dinero le donaban personas generosas, cómo se anotaba ese dinero en las cuentas, y qué destino se daba al mismo.

A pesar de que en ese reino las cosas estaban atadas para que los que gobernaban no pudieran ser controlados, o quizás precisamente por ello, ocurrió que unos miembros de su partido vieron la forma de ganar muchísimo dinero, se emocionaron y perdieron el control. Eran los piratas conseguidores. Lograron adjudicaciones ilegales en aquellas instituciones en las que mandaban los suyos, crearon empresas fantasmas para tapar la identidad de quienes conseguían los contratos, facturaron cantidades superiores a los trabajos que realizaban y, con esas prácticas y otras que aún no se conocen bien, acumularon una gran riqueza.

Pero algo empezó a fallar. La prepotencia e impunidad de la que estaban contagiados les hizo caer mal incluso en los círculos de su propio partido. Y algunas personas que ellos consideraban insignificantes los denunciaron. Al principio, los tribunales no tenían muchas ganas de investigar los hechos. Pero los medios de comunicación, que querían vender mucho o participar de las luchas de poder, empezaron a difundir datos de lo que ocurría. Y, poco a poco, se fue difundiendo un escándalo de corrupción difícil de ocultar.

El asunto llegó a varios juzgados y se abrieron nuevos procedimientos. Apareció entonces un juez al que no le gustaba ser protagonista, que solo por conciencia profesional empezó a tratar de descubrir lo que habían hecho. Y el partido de nuestro personaje empezó a ponerse nervioso. Inició una campaña para desacreditar al juez y a los fiscales que actuaban en el procedimiento. Y también para anular a los que, con su denuncia, habían causado la investigación. Pero el barco de los piratas conseguidores empezaba a tener muchas vías de agua.

Alguien pensó que después de tantos años controlando los dineros, nuestro personaje sabía demasiado, había estado en demasiados saraos y podría comprometer a mucha gente. Además, había empezado a destacar su figura pues, como jefe de la caja del tesoro, era el que más decisiones había tomado y más dinero había recibido de esos conseguidores, que a la vez le querían y le odiaban.

Por eso, mientras los prebostes del partido le defendían públicamente y alababan su honorabilidad, pactaron con él de forma oculta que pasase a un segundo plano. Lo que no era fácil porque a él le gustaba mucho mandar y ganar dinero. Por eso, acordaron también que debía cesar en sus cargos públicos pero a la vez continuaría teniendo su despacho en el gran castillo principal del partido, dispondría de coche y secretaria y podría entrar y salir cuando quisiera. Seguiría estando dado de alta como trabajador del partido, ganaría un sueldo mensual muy hermoso y así se jubilaría cobrando mucho más que los miserables parados del pueblo, que no tenían tanto poder como él. De paso, podría ayudar a controlar esas investigaciones judiciales y periodísticas que se estaban yendo de las manos, pues dominaba los resortes de lo que había ocurrido y de mucho de lo que podría ocurrir.

Al principio le iban a pagar incluso sus abogados y daban en público la cara por él porque, afirmaban, no había hecho nada malo. Casi consiguen que nuestro personaje saliese de rositas. Pero eran tantas las cosas que se iban conociendo que aquello ya no se podía parar. Menos aún a raíz de que algún duendecillo revoltoso descubrió que el poderoso Bárcenas, había guardado mucho dinero en otros países.

Al saberse que había llevado allí ese dinero de forma oculta, sin usar las caravanas de los banqueros de su reino, y que no pagaba impuestos, nuestro protagonista se puso nervioso. Empezó a desconfiar de los que habían pactado con él y pensó que sus anteriores amigos, los jefes de su partido y todos los que habían participado de la fiesta de los piratas conseguidores, iban a permitir que le pasaran por la quilla, que duele mucho, antes de que se lo comieran los tiburones. Porque en ese reino había un dicho: "Muerto el perro se acabó la rabia".

Y como no quería ser chivo expiatorio, porque eso era bueno solo cuando les tocaba a otros, empezaron a pasar cosas peculiares en torno a su persona. Aparecieron en la prensa unos documentos que algunas malas gentes de la canallesca decían que los había escrito él y que comprometían a aquellos que habían dado dinero a su partido. Y, casualidad de las casualidades, varios de ellos eran famosos empresarios que donaban grandes cantidades sin que, a cambio, los gobernantes del reino les diesen contratos aún más grandes a sus empresas. Pero también aparecía en esos papeles que los jefes de su partido, además de sus sueldos oficiales, que ya eran muy altos; habían cobrado sobrecitos llenos de papeles de colores durante muchos años. Resultaba que aquellos políticos, que decían sufrir mucho por sus cargos y hasta perder dinero por su vocación de defender al pueblo, se estaban forrando a costa de ese pueblo, y además incumplían las leyes que ellos mismos dictaban. Además, pasaba esto cuando los de su partido eran los más machotes del reino, porque tenían mayoría absoluta y hacían lo que les daba la gana.

Estos políticos dignos se pusieron aún más nerviosos de lo que ya estaban y empezaron a decir tonterías por las plazas, para risa de todos los transeúntes. Primero, dijeron que ni conocían casi a nuestro personaje. Como que ni pronunciaban su nombre por temor a que un rayo iluminase el vacío de su cabeza. Cuando se descubrió que seguía entrando y saliendo de su castillo, la más mandona del partido explicó que lo que era verdad no era verdad, que le habían echado hacía años pero habían querido engañarse a sí mismos y a todos haciendo parecer que no le habían echado. Que habían simulado lo que no habían disimulado. O algo así. Yo no me sé explicar bien, aunque he visto muchas veces lo que dijo y cómo lo dijo. En realidad, cada vez me lo paso mejor viéndolo, y en cada ocasión entiendo menos cómo puede ser ella la más mandona entre los suyos.

Y como ya se reían hasta sus amigos de las cosas que decían, acordaron que iban a hacer un voto de silencio sobre la cuestión y estuvieron callados unos días. Pronto se dieron cuenta que no era bueno. Porque su jefe supremo, que también era el mandamás del reino sólo por debajo del que da nombre al reino sin reinar, no quería nunca hablar del tesorero que siempre ganaba más que él. Y si los demás tampoco hablaban, entonces no hablaba nadie y era un marrón. Así, pusieron a hacer declaraciones a unos secundarios a los que no querían llamar "bufones", porque ese puesto lo habían amortizado hacía siglos otros que mandaban entonces. Y estos que no eran bufones hacían declaraciones que cada vez enfadaban más a nuestro Bárcenas, quien cada día se veía más cerca de vivir enjaulado, dejando de disfrutar de los lujos que acostumbraba. Por eso empezó a contar algunas de las cosas que sabía a unos y a otros, avisando al que quisiera oír de lo que podía pasar. Todo empeoró aún más cuando otro juez que ahora llevaba su caso, cansado de que le tomasen el pelo, o quizás incitado por alguna malvada bruja retorcida y sus amigos oscuros, decidió que tenía que descansar un tiempo en las mazmorras. Y nuestro hombre soltó algunas amarras, que dicen los marinos: apareció en las noticias que el mandamás de todos los sitios que nunca hablaba podría haber cometido un delito, lo que sería gravísimo porque pondría en evidencia por los siglos de los siglos la categoría del reino de este cuento. Pero, colorín, colorado, este cuento no ha acabado. Seguirá, no lo dudéis.