Siendo apenas una adolescente, Stephanie St. Clair emigró a los Estados Unidos desde su Martinica natal, aunque también se sitúa su nacimiento en 1886, en el archipiélago de Guadalupe. De padre desconocido, comenzó a trabajar como sirvienta tras morir su madre y dejar la escuela. Fue violada repetidas veces por el hijo de la casa hasta que huyó a Montreal formando parte del Programa Doméstico del Caribe que enviaba trabajadoras del hogar a Canadá. Francesa, negra y pobre, su leyenda cuenta que aprendió inglés en el viaje para acabar instalada en 1912 en el barrio de Harlem, donde las mafias mantenían el poder sobre los locales nocturnos solo reservados para blancos mientras la mafia negra se dedicaba a las apuestas ilegales. El nombre de la organización de su primer empleo decantaría junto a su descaro y afán de supervivencia su destino como cabeza todopoderosa de los bajos fondos del Nueva York de los años 30. Para Los Cuarenta ladrones la joven Stephanie marcaba los locales y burdeles que movían más dólares. Así aprendió el oficio y los dialectos, sobre todo el gaélico y que fueron su pasaporte para manejarse en el ejercicio de la venta de números y cumplir su particular sueño americano.

NACE LA BUSSINESWOMAN

Pronto quiso entrar en el negocio por sí misma, lo hizo saliendo de su primera organización y en plena calle castrando con una navaja al líder de la banda después de recibir varios bofetones. La especulación sobre algunos episodios de su vida ha sido una constante así como su galería de amantes o su arranque como organización autónoma vendiendo drogas tras el noviazgo con Duke, uno de los muchos delincuentes de Harlem que se postuló como su proxeneta sin éxito. Arrancaba la leyenda de Queenie. Tenía 26 años y 10.000 dólares de origen desconocido que invirtió en el tinglado de la lotería clandestina. 

Recorte de prensa que informó del apoyo del ayuntamiento de Nueva York a varios policías a los que ‘Queenie’ acusó de presiones y el robo de 40.000 dólares.

Recorte de prensa que informó del apoyo del ayuntamiento de Nueva York a varios policías a los que ‘Queenie’ acusó de presiones y el robo de 40.000 dólares. Cedida

Se hizo con el control de una especie de banca, ilegal por necesidad al estar vetada a los negros y por supuesto a las mujeres. Queenie fue la única en una carrera fuera de la ley que le reportó una fortuna: hasta 200.000 dólares al año, un apartamento de lujo en el barrio de la élite negra Sugar Hill, costosos abrigos de piel, joyas ostentosas, un ejército de guardaespaldas y el soborno como manejo en inglés con acento francés. En los años 30 dirigía el vecindario y solo entendía el lenguaje del dinero pero, pese a su falta de escrúpulos, se convirtió en una referencia para el progreso antirracial y la emancipación negra con el segundo Ku Klux Klan aún activo. La representante del Black Harlem era alguien sin moral alguna, que solo se movía por sus intereses, con su propia banda de matones y cuyo poder le sirvió para ayudar a la comunidad negra. Facilitó empleos, donó dinero a la causa y denunció en los periódicos la brutalidad policial exigiendo los derechos civiles.

CON LA COMPETENCIA, MÁS VIOLENCIA

En pleno imperio del juego ilegal, comenzarían los problemas tras el fin la Ley Seca y los gánsteres italianos y judíos trasladándose a su territorio. El primero fue Dutch Schultz, de la Yiddish Connection y con músculo político, a quien Queenie se negó a ofrecer protección pese al acoso de la policía, decidida a mantener en sus manos tanto su dinero como su barrio. Después llegaría Lucky Luciano con quien negoció a través de 'Bumpy' Johnson, su socio y matarife de confianza, para mantener a salvo su negocio de los capos blancos de Nueva York enfrentándolos entre ellos. “No le tengo miedo a nadie. A ningún hombre vivo”, declaraba a la prensa envuelta en seda. Tras las ráfagas de ametralladora por orden de Luciano que dejaron a Shultz liquidado en el hospital, fue noticia en todo el país el mensaje de St.Clair al barón de la cerveza del Bronx una vez consumada la venganza: “Cosechamos lo que sembramos, bobo”, le escribió en un telegrama dejando claro que en sus dominios solo reinaba ella.

Pero en medio de esta espiral de violencia y con sus ingresos menguados, había cosechado el respeto de toda la comunidad negra del esplendoroso Harlem en plena crisis financiera por imponer la ley de una minoría. Queenie pasó a ser Madame St. Claire. Corrompió a policías y jueces, anotando laboriosamente cada pago en un cuaderno, pasó varios meses en prisión y, a su salida, ya era una delincuente consagrada que denunciaba en su columna periodística un sistema judicial racista y los manejos que hicieron caer a una decena de agentes del Departamento de Nueva York.

La antillana Stephanie St. Clair murió en una casa de retiro, sólo acompañada de su fortuna, a los 73 años, tras pasar por un centro correccional de mujeres acusada de ordenar la muerte de su marido, el activista antisemita Sufi Abdul Hamid, el Hitler negro, por serle infiel. Su fallecimiento no se mencionó en los periódicos neoyorkinos. Su historia, poco ejemplar pero netamente cinematográfica, tampoco ha sido llevada al cine salvo alguna fugaz aparición de su figura como en Cotton Club de Francis Ford Coppola (1984) o Hoodlum de Bill Duke (1997).