¿Quién no ha visto personas a las que todo les va absolutamente bien en la vida y otras a las que les va todo rematadamente mal? ¿Unas que sufren de constantes desgracias y otras a las que siempre les sonríe todo? Las que consiguen excelentes resultados en sus trabajos y negocios, así como en el terreno afectivo y en la vida en general, llaman poderosamente la atención de la gente que les rodea. Hasta el punto de ser catalogadas como personas con suerte, con buena estrella, y en el fondo, admiradas por creerlas con una personalidad mágica, un don misterioso, innato, del que sus admiradores carecen. Sin embargo, el éxito de quienes gozan de prestigio en su profesión, una salud de hierro, harto dinero, amor envidiable, etcétera, no tiene nada de misterioso y nada que ver tiene con la suerte. Porque ni la mala ni la buena suerte existen. Pero creer firmemente en ella impide evolucionar hacia una personalidad equilibrada y desarrollar las propias facultades para triunfar en lo que uno desea.
Los que creen en la buena y en la mala suerte son, digámoslo claro, supersticiosos. Son los mismos que, para protegerse de cualquier infortunio, recurren a una serie de ritos tradicionales. O practican manías personales que les otorgan seguridad psicológica. Creen así ahuyentar los posibles maleficios. Desde los más trágicos hasta los más intranscendentes. Como esos que se atribuyen a los infortunados, graciosas paradojas como el que participaba en una competición: “Tenía tan mala suerte que corrió solo y llegó segundo”. Pero existe un importante campo de investigación que demuestra qué es realmente la superstición, y las negativas consecuencias que creer en la buena o mala suerte pueden acarrear en la evolución de la personalidad.
Recompensa coincidente
B. F. Skinner hizo, probablemente, el primer experimento científico sobre la superstición. Lo descubrió un día que suministraba comida a una paloma cada quince segundos. Al cabo de un rato, la colúmbida empezó a comportarse extrañamente. Daba vueltas a su jaula en sentido contrario a las manecillas del reloj. Mientras, el resto de las palomas también adquiría hábitos innecesarios. Unas estiraban el cuello hacia una esquina y otras movían repetidamente sus cabezas arriba y abajo. Sin embargo, ninguno de estos movimientos tenía efecto alguno. El alimento se les daba cada quince segundos. Sin importar qué hicieran en ese momento. Aún así, las palomas se comportaban como si sus acciones hicieran aparecer la comida. ¡Las palomas se volvieron supersticiosas!
¿Por qué? La explicación de Skinner fue muy sencilla. La primera vez que el alimento llegaba, la paloma estaba haciendo algo. Si la pillaba moviendo la cabeza arriba y abajo -un hábito muy común en ellas-, entonces repetía esa respuesta con más insistencia. La segunda aparición de la comida reforzaba aún más su movimiento de cabeza y el ciclo continuaba. Entonces Skinner argumentó que “la conducta supersticiosa es el producto de una “recompensa coincidente”. ¿Que qué es eso? ¿¡No me digas que nunca has vuelto ex profeso a comprar lotería en la misma administración donde te tocó la última vez!? ¡Pues eso!
La “recompensa coincidente” juega, por tanto, un muy importante papel en la superstición humana y, como veremos más adelante, en el desarrollo de la personalidad. Si un muchacho descubre un trébol de cuatro hojas y poco después encuentra un billete de 5.000 $, bien puede creer que la papilionácea de cuatro hojas trae buena suerte. Especialmente, si ha oído contar a los adultos el poder que a ésta se le atribuye. Y cualquier evento afortunado que le suceda en los días más inmediatos lo relacionará con el feliz hallazgo. Pero si no le ocurre nada bueno, ni él ni nadie advertirá el fallo del trébol. El sesgo del observador supersticioso es como escribir una autobiografía: nunca revela nada negativo del autor, ¡salvo su falta de memoria! Esta tendencia confirma, además, la tesis de Oscar Wilde: “¡Sólo me fío de las estadísticas que he manipulado yo!”
La gente está, por lo tanto, más propensa a correlacionar hechos en favor de la superstición que en detectar pruebas en contra. Es el deseo de controlar la incertidumbre que provoca lo desconocido y sus posibles peligros. Este prejuicio es aplicable a los seguidores de cualquier religión. Cuando entrevistan a los supervivientes de un accidente aéreo, por ejemplo, algunos insisten en que se salvaron porque rezaron. Pero les interesa ignorar que, seguramente, otros muchos viajeros adoptaron su misma actitud, y, sin embargo, no pueden testificar sobre el valor del procedimiento. Pero la “recompensa coincidente” funciona para los que se salvaron. Si se les razona que su sobrevivencia se debió a causas técnicas verificables o a la suerte de su ubicación en el aparato (¿es la cola del avión el lugar más seguro?), no lo admitirán. Afirmarán que suerte es el pseudónimo de dios cuando él no quiere firmar!
En este sentido, Alex Rovira y Fernando Trías de Bes cuentan en su libro La buena suerte una significativa anécdota que ilustra en qué consiste la naturaleza de esta supersticiosa creencia. Gary Placer fue un famoso jugador de golf que comenzó su carrera en los años cincuenta. Cuando finalizaban los años noventa estaba en posesión de un impresionante palmarés de éxitos. Un dato curioso: Gary Placer consiguió en su carrera 18 veces lo que en golf se conoce como hole in one (embocar la bola en el hoyo con un solo golpe), algo tan inusual que hay muchos profesionales que no lo han logrado nunca en su vida. Cuenta la anécdota que cuando le preguntaban: “¿No cree que hay que tener mucha suerte para haber conseguido embocar con un solo golpe un total de 18 hoyos?”, Placer respondía, cargado de ironía: “En efecto, yo siempre tengo suerte cuando juego. Sin embargo, lo curioso es que cuanto más practico, mejor suerte tengo”. Con esta respuesta, el célebre jugador negaba que su éxito dependiera sólo de la suerte. Él afirmaba que sus logros se debían esencialmente al resultado de un concienzudo entrenamiento, una dieta estricta, un trabajo perseverante, y mucha dedicación profesional.
Cómo actúan los conseguidores
La realidad es que somos responsables de casi todo lo que nos ocurre. La buena o mala suerte no es otra cosa que la consecuencia de una serie de decisiones y elecciones que hacemos en el trabajo, en la familia, en el amor, en los negocios, y en todo lo que intervenimos. La respuesta siempre está en nosotros mismos. No en el azar, ni en la buena o mala suerte. Si estamos frustrados en el trabajo y no somos capaces de plantearnos un cambio en este sentido; si la incompatibilidad con nuestra pareja es manifiesta y no nos atrevemos a liberarnos de ella, por miedo a la soledad, por conveniencias económicas o de otra índole; si nuestro negocio no progresa y no nos atrevemos a hacer cambios en él por temor al fracaso, la culpa no hay que atribuirla a la mala suerte. Otras personas, en las mismas situaciones antedichas, corren razonables riesgos y desarrollan habilidades profesionales o sociales que propician lo que los supersticiosos llaman buena suerte o personalidad mágica. Gran parte del éxito en la vida de estos conseguidores es atribuible a:
• Excelente habilidad para tratar a la gente y ser particularmente sensibles a las necesidades de los demás
• Capacidad de influir positivamente en su entorno y despertar lealtad hacia los otros
• Invertir mucho tiempo en su vida afectiva (familia, amigos, relaciones sociales)
• Cultivar una alta autoestima y un buen equilibrio emocional, lo cual repercute en su buena salud (apenas conocen lo que es la ansiedad, el estrés o la depresión)
• No dejarse dominar por las preocupaciones inútiles
• Un estado de ánimo exultante y pletórico de energía, entusiasmo, y confianza en lo que hacen
• Encontrar un mayor o importante sentido a la vida
• Mostrarse satisfechos de desarrollar su personal potencial y contribución a la sociedad
Los buenos resultados que los conseguidores logran en la vida son, aparte de otros factores, porque no son seres supersticiosos. No se prestan a esos juegos mentales con los que muchas personas se preparan por si los malos resultados se presentan, o incluso esperando que éstos sucedan. No están influidos por supersticiones personales. Cuando algo bueno o malo les sucede, nunca creen que es porque tienen buena o mala suerte. No porque se encuentran en buena o mala racha. Los conseguidores logran mucho más éxito en todo que los demás, en todos los campos, porque creen en sí mismos y son más realistas que pesimistas.
¿Por qué, a pesar de la falta de evidencias sobre la influencia de la buena o mala suerte en la vida se mantienen estas creencias? Se ha constatado que la gente -no necesariamente la más inculta- tiende, psicológicamente, a buscar argumentos que le confirmen sus teorías. Los creyentes en la astrología, por ejemplo, propenden a ver en la conducta de los demás únicamente aquellos rasgos (¡a veces, uno solo¡) que encajen en el perfil psicológico típico del signo zodiacal al que pertenecen. ¡Pero ignoran todos aquellos que lo desmienten! Crean una realidad que cumpla con sus pronósticos. Actúan como aquel pintor abstracto que, ante la extrañeza de su modelo al contemplar la disimilitud del retrato con su fisonomía, le decía al tiempo que le entregaba el cuadro: “Hala, y ahora, ¡a parecerse!”.
¿Por qué millones de personas leen diariamente los horóscopos? La ilusión de conocer las pautas que rigen sus vidas es lo que predispone a mucha gente a creer en la astrología. Y una de las razones más poderosas que apoya esta conducta es también la recompensa coincidente de la que habla Skinner. Los adictos a esta doctrina adivinatoria se impresionan de la precisión con que la astrología describe su personalidad: “Usted es una persona amigable, aunque, a veces, se encuentre triste” es, en efecto, una descripción que coincide con el carácter del lector... ¡y con el de casi todo el mundo!
A los creyentes, tales coincidencias les reafirman más en su creencia, y, a los escépticos, las ambigüedades, más en su escepticismo. Unos y otros usan los argumentos a favor y en contra de muy distinta manera. Los adictos al horóscopo son más proclives a distorsionar las evidencias que ponen en tela de juicio la validez de su doctrina (“¿por qué el día de nacimiento es el crítico y no el de la concepción?” o “los planetas que supuestamente influyen en el carácter están tan tremendamente lejanos que cualquier posible influencia sería infinitesimal”). Los escépticos, por su parte, aunque más predispuestos a contemplar objetivamente los acontecimientos, tampoco son absolutamente inmunes. Especialmente, cuando las previsiones para su signo les suenan a música celestial: “Ante su irresistible atractivo y privilegiada inteligencia, una persona encantadora se pondrá está semana a sus pies...”. ¡Aunque luego tengan que acudir al podólogo para que se cumpla el pronóstico!
Las supersticiones son actividades que no tienen ningún efecto sobre los acontecimientos. Son absurdas e ilógicas. Pero existen debido a las recompensas coincidentes, a los prejuicios de la sociedad, y a la escasa fe que muchas personas tienen en desarrollar una personalidad conseguidora.
Las personas sometidas a tensión y riesgos constantes en los que interviene el azar (deportistas, artistas, empresarios, toreros, etc.), tienen mayor predisposición hacia ellas. La superstición actúa como un mecanismo de defensa de la propia integridad. Y, aunque tal protección es tan eficaz como un preservativo hecho con redecilla para recoger el pelo, proporciona seguridad psicológica. Sin embargo, cuando estas manías aumentan en número, intensidad y frecuencia se convierten en un trastorno-obsesivo-compulsivo que incapacita al supersticioso en su vida social. Ahí conviene tratarlo. No es aconsejable comportarse como ese quiromántico amenazado por un león, que sigue confiando más en las palmas de sus manos ¡que en las plantas de sus pies!
En realidad, y para que sirva a la mayoría de consuelo, casi todos, en mayor o menor grado, tenemos conductas supersticiosas. Cuando un periodista entró en el estudio de Niels Bohr, el científico que detalló la estructura y función de los átomos, advirtió una herradura que colgaba sobre la puerta. Le preguntó al físico si creía que ese objeto le traería suerte. El gran científico respondió: “No, no creo en nada de eso, en absoluto. Me parece un disparate de lo más tonto. Pero me han dicho que una herradura trae suerte, ¡aunque uno no lo crea!”