Yo he llegado a trabajar en una redacción en la que el correo electrónico solo residía en un ordenador del departamento encargado de los sistemas informáticos y en otra en la que los teléfonos móviles parecían un maletín, con asa y todo. Sí, ya sé que relatar mis vivencias personales puede dar una pista sobre la edad del que escribe y suscribe estas líneas, más próxima a la de las momias egipcias que a la cacareada generación Z, pero es que hoy me ha dado por la melancolía. Antaño, la humanidad estaba huérfana de los avances de la hiperconectividad y, aparentemente, no ocurría nada extraño. Cada cual se movía con sus amistades y su familia, no dependía de tanto cachivache a la hora de cumplir con su trabajo y, al llegar a casa, la televisión del salón no era inteligente. Más bien, todo lo contrario y, aún así, la vida continuaba. Supongo que no está bien cuestionar los adelantos de los que disfrutamos en la actualidad, pero cada vez con más asiduidad, pienso que toda la parafernalia que utilizamos en el día a día para evitar mirarnos a los ojos, es parte de un plan sutil y perverso para esclavizar a toda la raza. Si creen que desvarío mucho y que mis sensaciones son desproporcionadas, consulten a su IA de confianza a ver qué les dice al respecto.