¡Qué bochorno! Me refiero a la capacidad que tienen en ocasiones integrantes de los grandes partidos políticos del Estado –lo de grandes, alude a su tamaño– para no trabajar en beneficio de la ciudadanía que, perdonen mi candidez al respecto, es para lo que nacieron. No pongo en duda la capacidad legislativa y la actitud propositiva de estas formaciones, porque en su seno hay gente de calidad que, eso sí, tiene que compartir espacio con otros profesionales de la defensa de intereses particulares, también legítimos dentro de estructuras tan diversas. Sin embargo, según cómo sople el viento de las prospecciones sociológicas o los pálpitos de los gurús que marcan la estrategia de los líderes camino de retener el poder o de asaltarlo, según cuál sea la posición de partida, y cada vez con mayor frecuencia dada la cercanía de la próxima cita electoral, los debates que capitalizan la opinión pública y la publicada se tornan indescifrables para los intereses del vecino raso. Es entonces cuando la política pierde su sentido en detrimento del politiqueo, que nada tienen que ver, sobre todo, porque esta última actividad es la que promueve –a sabiendas o sin saberlo– la desafección hacia las instituciones y el crecimiento de las indeseables opciones ultras.
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