He de decir que nunca había estado en La Blanca. Antes de trabajar en este periódico solo vine una vez para estar en la bajada de Celedón e irme poco después. Recuerdo estar cansado por estar varias horas de pie, atosigado por la cantidad de gente que había, asado por el calor y sin entender por qué la gente se volvía loca cuando bajaba un muñeco de la torre. Para rematar, la lluvia de alcohol asestó un golpe mortal a una cámara compacta que llevaba en el bolsillo y era muy buena. En resumen, no tenía buenos recuerdos de aquello. Ya ha pasado bastante tiempo desde entonces –este es mi segundo año (¿o tercero ya?) cubriéndolas en este periódico– y cada vez me sorprenden más. Solo ahora empiezo a ser consciente de la cantidad de actividades preparadas, de cuánta gente hay en las calles, del jolgorio que hay en aparentemente todas partes a todas horas. Nunca he visto tantos puestos montados por cuadrillas que, solo por el disfrute de hacer más grande sus fiestas, se parten la espalda con una sonrisa para que todos los demás recuerden esta semana de una manera especial. No voy a hacer como que ahora estas son mis fiestas y que soy un blusa más, pero nunca he estado tan fascinado por unas fiestas que, por ahora, no veo que tengan igual.