unca he sido mucho de premios pero me borré definitivamente de los Príncipe (ahora Princesa) de Asturias en 2005, cuando le concedieron el galardón a Fernando Alonso sin ni siquiera haber ganado su primer Mundial de Fórmula 1. Un ejercicio de chovinismo a mi juicio desproporcionado cuando esas distinciones dicen estar dirigidas al ámbito internacional y, por ejemplo, un tal Michael Schumacher ya llevaba coleccionados nada menos que seis de sus siete entorchados. Luego se lo dieron pero ya era tarde para reengancharme. Empecé a recelar de los Nobel cuando otorgaron el de la Paz a Barack Obama en 2009 a modo de regalo por su llegada a la Casa Blanca. O sea, le premiaron por lo que quizá iba a hacer, en absoluto por los méritos contraídos. De hecho, después se demostró que ni cerró la cárcel de Guantánamo ni tampoco contribuyó a pacificar el mundo, más bien al contrario. Sus métodos fueron bombardear a diestro y siniestro -el único presidente en la historia de EEUU con todos los días de su mandato implicado en guerras- sin solucionar situación alguna. La última patochada es designar a Donald Trump candidato a premio Nobel de la Paz... Definitivamente, eso de los premios no acaba de convencerme.
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