Hay mil días y un millón de motivos para criticar con severidad, incluso con dureza, a Isabel Díaz Ayuso. Pero ninguno de esos días era anteayer y ninguno de esos motivos puede ser que la presidenta madrileña haya sufrido un aborto espontáneo a las ocho semanas de embarazo. Ante una noticia así —que lo es, aunque haya quien lo ponga en duda—, cabe, por ejemplo, hacerse a un lado y guardar silencio. Nadie tiene la obligación de manifestar un sentimiento falso. Callarse es otra forma de respeto. Quien lo considere, puede ir un paso más allá y, como, entre otros rivales políticos, han hecho Mónica García o Emiliano García Page, dar testimonio de su solidaridad y lanzar públicamente unas palabras de consuelo y aliento. Creo sinceramente que estos comportamientos —que, insisto, no son obligatorios— honran a quienes los muestran. Luego, la vida seguirá, y se podrá volver a la confrontación y a las cargas de profundidad.
Lo que no me entra en la cabeza es que la reacción ante una desgracia como la que le ha ocurrido a Ayuso sea alegrase y celebrarlo como si fuera el justo castigo por las acciones de la líder del PP de la Comunidad de Madrid. Para mi pasmo, tras difundirse la información, las redes se llenaron de mensajes rezumantes de odio en los que tipos (por supuesto anónimos) vertían su bilis por arrobas. Y si, como fue mi caso, a alguien se le ocurría llamar la atención sobre lo poco edificante de estas proclamas, no tardaban en llegar las airadas y hasta chulescas justificaciones, que básicamente eran una: alguien tan perversa como ella se merece que le pase lo peor. Me parece un planteamiento muy triste.