a última lección sobre la meritocracia la ha impartido Lilith Vestrynge, se lo juro. Como sabemos todos los del plan del antiguo (porque él mismo lo tiene confesado), su padre fue un fascista que agredía a rojos a cadenazo limpio antes de convertirse en perrito faldero y delfín de Manuel Fraga Iribarne como baranda de Alianza Popular. Luego, el gallego de voz de trueno que pronunciaba el apellido del susodicho con efe larga —Ffffffestrynge— se lo quitó de encima de una patada y apostó primero por el mingafría Hernández Mancha y, en segundas nupcias, por el muchachito de Valladolid Aznar López. La venganza del despechado y frustrado heredero de la derecha española más silvestre fue pasarse con armas y bagajes al extremo ideológico (presuntamente) opuesto. Un buen día nos lo encontramos travestido de ultraizquierdista, asesorando a Chávez y pregonando la buena nueva bolivariana.
Lo divertido a la par que revelador es que coló, y la siniestra fetén lo adoptó como faro, pese a su tremebundo pasado y a la pasta de especulador inmobiliario que le caía por las orejas. Con ese dineral pagó a su niña, la arriba mentada Lilith, la educación más exclusiva en colegios privados españoles y universidades chic francesas. Hoy, esa mujer que, de no apellidarse como se apellida, no habría llegado ni de palo a secretaria de organización de Podemos, afirma que la cultura del esfuerzo es un mito y que la inmensa mayoría de los que prosperan socialmente se lo deben a su cuna y a la cuenta corriente de sus progenitores. Evidentemente, habla por experiencia propia y, al hacerlo, se retrata a sí misma y a quienes la jalean. l