El Día Internacional contra la explotación sexual y el tráfico de mujeres y menores permitió ayer visibilizar de nuevo una realidad persistente, que tiene en los países más desarrollados su estación de término pero su origen en aquellos en los que se viven situaciones de carencia o conflicto. La primera constatación que es preciso resaltar es que, con mayor o menor visibilidad, el fenómeno persiste y, tras una reducción en los tiempos de pandemia, resurge con fuerza. Hay en el mundo situaciones de precariedad económica y de indefensión en el marco de conflictos violentos en los que medran las mafias del tráfico de personas y su explotación sexual. En ese sentido, y aunque esta lacra muestra un crecimiento, según los informes de Naciones Unidas, de las víctimas masculinas –niños y también adultos– es incuestionable que la mayor indefensión la padecen niñas y mujeres. El informe global sobre tráfico y explotación emitido el pasado año por la Oficina de Naciones Unidas sobre Drogas y el Crimen constata que las mafias del tráfico y explotación de personas han incrementado su número, están más organizadas, utilizan tácticas más violentas y explotan a más personas durante más tiempo. Y, de estas víctimas, pone en evidencia que el mayor grado de violencia se ejerce sobre mujeres y menores, siendo ellas, además, las que en mayor medida acaban siendo imputadas por delitos relacionados con el ejercicio de la prostitución, frente a un menor número de hombres que lo son por practicar explotación sexual. Este es un fenómeno que demanda una reflexión colectiva y una concienciación social. Si bien, conceptualmente, la explotación y la trata de personas recibe el rechazo unánime de las sociedades receptoras de sus víctimas, la intensidad se atenúa ante la visibilidad solo relativa del problema. Se mezclan demasiadas veces los discursos antiinmigración que hacen tabla rasa del conjunto de las personas extranjeras y esto impide aflorar con la intensidad debida las situaciones de quienes, entre ellas, están sometidas a redes de delincuencia que las explotan laboral y sexualmente. Otro extremo resbaladizo es que la respuesta penal, por dura que sea, no es suficiente si prácticas como la prostitución gozan de un limbo de permisividad social al categorizar su ejercicio voluntario y desenfocan a quienes la ejercen sometidas a esclavitud.