La judicialización de la política acaba teniendo su coste también en el ámbito del derecho y las sucesivas polémicas por la reforma del Código Penal vuelven a llevar el diagnóstico de la situación en una dirección errónea. El acuerdo relativo al delito de sedición no parece sencillo de reeditarse sin tensiones en cuanto a la revisión del delito de malversación. La percepción de que estamos ante una actualización ad hoc para los condenados por el procés, indisimulada por parte de ERC y difícil de defender públicamente por parte del PSOE, vuelve a situar en el centro de una discusión jurídica lo que debería estar canalizado hacia la perspectiva de solución política. Es una estrategia que no permite encarar el fondo del asunto. En el caso concreto del delito de malversación, la modificación que permitiría reducir las penas de los políticos catalanes condenados implica volver a un modelo penal vigente hasta 2015, cuando lo reformó el PP con Rajoy en Moncloa. No hace tanto tiempo que la ausencia de lucro personal en la gestión de fondos públicos distinguía con diferentes penas la apropiación, considerada más grave, de la ausencia de ella, como es el caso del procés. En cualquier caso, el concepto de malversación tiene que ver con la administración de caudales públicos y su diversión desde los fines del bien público hacia otros diferentes de los determinados por el rigor legal del funcionamiento de la administración. El fondo del asunto es la pugna argumental sobre la legitimidad o ilegitimidad del uso de esos fondos para objetivos políticos como el referéndum unilateral en Catalunya. Y es aquí donde se pierde el sentido del problema. La fórmula penal, por definición concebida para reprimir y sancionar, no ha sido ni será capaz de resolver el encaje de la plurinacionalidad del Estado. La experiencia de la aplicación de normativa excepcional, a través del cuestionable artículo 155 de la Constitución, imposibilita el marco de encuentro y de confianza mutua en el que se debe basar un mínimo consenso de reconocer legitimidades que están asentadas en la sociedad y a las que las leyes están llamadas a amparar, no reprimir. El principio democrático es el fiel de esa balanza de proyectos políticos cuya legitimidad se mide en términos de representatividad y respeto a los derechos y no se soslaya mediante la imposición.