e nuevo el Rust Belt, el cinturón del óxido, que ya decidió el triunfo de Donald Trump en 2016. Tras haberse contabilizado más de 130 millones de votos, la presidencia de Estados Unidos pende de varios cientos de miles emitidos por adelantado pero sin terminar de contar especialmente en Pensilvania, Michigan y Wisconsin, que suman 46 de los 538 votos del colegio electoral, también en Georgia y Carolina del Norte (31). Una metáfora de que apenas nada ha cambiado pese a los cuatro años de deterioro en la convivencia estadounidense. Con tres millones de votantes demócratas más -al cierre de esta edición- apoyando a Biden, como entonces a Hillary Clinton, especialmente en ambas costas y en los estados más poblados, y dominio republicano en el interior, con una mayoría de estados. Ha sucedido, en realidad, lo que todo el mundo preveía que podía suceder y Trump quería que sucediera cuando los republicanos de Pensilvania, Michigan y Wisconsin impidieron la reforma legal que hubiese permitido contar los votos anticipados antes del cierre de las urnas, como en otros estados; cuando el presidente alimentó dudas sobre el sistema electoral aludiendo a un supuesto fraude en el voto por correo; cuando ayer mismo llamó a a suspender el recuento y provocó que la responsable de la campaña demócrata, Jen O’Malley Dillon, calificara la pretensión de “intolerable y sin precedentes”. Biden necesitaba que ese voto anticipado mantuviera su ventaja en Wisconsin y provocara el vuelco en alguno de los otros cuatro estados; quizá difícil en Pensilvania, con ocho puntos de ventaja para Trump al 64% del recuento, pero factible en Michigan, Georgia o Carolina del Norte. Con una salvedad: el triunfo de Biden solo en este último estado arrojaría un empate a 269 votos electorales y dejaría la elección en manos del Congreso, que votaría no por representantes sino por estados, con mayoría republicana. En todo caso, Trump, como en 2016, ha obtenido unos resultados impensables apenas días antes, incluso en apoyo popular, con tres millones de votos más que hace cuatro años, lo que le permitió ayer autoproclamarse ganador y en su caso cuestionar el resultado hasta el último momento, como ya sucediera entre George Bush y Al Gore en el año 2000. Más herrumbre para una democracia estadounidense que él, como presidente y como candidato, ha contribuido a oxidar.
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