MADRID. Por entonces, a nadie se le ocurriría que una ensalada "hiciera plato" por sí sola. Era un acompañamiento, un complemento, que se servía junto a un plato de los que se consideraban "de mayor cuantía". Se podía poner un poco de ensalada, o un mucho, para escoltar una tortilla de patatas, unos filetes, un pescado frito. Y poco más, salvo para "refrescar".

En cuanto al aprecio que algunos autores mostraban por las ensaladas, Ángel Muro, en "El Practicón", afirma "lo que hay de cierto, y que no habrá quien lo refute, es que solo los rumiantes nacieron para comer hierbas crudas, y la ensalada, propiamente dicha, no es otra cosa que hierba cruda". En todo caso, dice respetar a quienes comen ensaladas, y ofrece algunas fórmulas clásicas.

Había, sí, ensaladas que "hacían plato". La ensaladilla, por ejemplo. O los salpicones, a los que consideramos ensaladas fundamentalmente por su aliño; pero maticemos que antes los salpicones eran del tipo del que cenaba "las más noches" el hidalgo manchego Alonso Quijano: la carne sobrante de la olla (el cocido), aliñada con cebolla, aceite y vinagre. Los salpicones de marisco, como el de bogavante, son de anteayer mismo.

Pero empezaron a surgir las llamadas "ensaladas mixtas" o "de la casa", que eran una suma de multitud de ingredientes variopintos, además de los clásicos, es decir, lechuga, tomate y cebolla: atún, aceitunas, huevos duros, espárragos, y cualquier cosa que imaginase el autor. Eran ensaladas que, además, se servían en cantidades apabullantes, pero incluso así mucha gente las consideraba un intermedio entre el primero y el segundo.

Hoy, desde luego, no es así. La ensalada es plato, claro que es plato. Y a veces es tan plato que es plato único. "Yo, para cenar, con una ensaladita y un yogur?" es frase muy oída. El capítulo de ensaladas es uno de los más nutridos de las cartas de los restaurantes. Y, ciertamente, una ensalada no tiene más límites que la imaginación y, sobre todo, el buen gusto para no mezclar cosas que no se llevan bien cuando están juntas.

Aunque cualquiera sabe; pocas cosas son, en mi opinión, tan incompatibles como la lechuga (que a mí, indefectiblemente, sí que me sabe a hierba) y el tomate y, sin embargo, la ensalada tricolor es todavía la ensalada por antonomasia.

Bien, estamos en época ideal para ensaladas refrescantes. Estos días hemos navegado por el océano de las ensaladas, y hemos preparado y saboreado algunas no demasiado usuales, pero excelentes.

De naranja, por ejemplo. No al estilo de las almazaras, con cebolla y bacalao, sino con una compañía menos potente: a las rodajas de naranja (es mejor cortarla así que en gajos) les añadimos una generosa y bien lavada dosis de rúcula, aliñamos con buen aceite virgen más suave que potente, pusimos la sal justa y, finalmente, depositamos encima unas virutas de queso parmesano. Buenísima.

Otra: de calabacín. El calabacín es una verdura de las anodinas; quiero decir que no despierta ni amores apasionados ni odios africanos. Pero en buenas manos siempre da buenos resultados. Para nuestra ensalada, elegimos un ejemplar joven y prieto y procedimos a hacer tiras finas con un pelador de verduras. Pusimos las cintas de calabacín en el bol, las aliñamos con aceite virgen, sal y unas gotas de limón, y repetimos la jugada del parmesano en virutas. Sorprendente.

Una más, esta de cuscús. El cuscús no es más que sémola de trigo, y tiene la virtud de absorber sabores ajenos de una forma maravillosa. Ocurre que asociamos el cuscús con grandes platos de la cocina magrebí, como acompañante de un guiso de cordero, un auténtico cocido. Y así es, y así está buenísimo; pero nada nos impide prepararlo en frío en plan ensalada.

Usamos cuscús ya precocido, que hidratamos: taza de cuscús, taza de agua hirviendo. Fuera del fuego. Una vez que el cuscús se hidrató y quedó esponjoso y suelto, procedimos. Le incorporamos pepinillos en vinagre, cebollitas en el mismo estado, pepino al natural, cebolla morada, aceitunas, daditos de zanahoria. Todo picadísimo, aunque la cebolla va mejor en tiritas. Además de lo anterior, garbanzos pequeños, cocidos, y dados de manzana, bien granny smith, por su acidez, bien fuji, por su acuosidad.

Bien mezclado y frío todo, aliñamos con zumo de naranja, zumo de limón, aceite virgen de cierta intensidad y, claro, sal: la ensalada lleva la sal en su nombre, como la vinagreta lleva el vinagre, de modo que esta ensalada de cuscús no está aliñada con vinagreta, aunque haya quien llame así a estas preparaciones en las que los cítricos sustituyen al vinagre. En todo caso, esta ensalada de cuscús puede servirse junto a casi cualquier cosa, entre carnes y pescados.

Ya ven. Tres ensaladas de las que se puede decir cualquier cosa menos lo que decía Muro: no son "hierbas crudas"; porque cuando al jaramago de las cunetas le llamamos rúcula deja de ser una mala hierba y se convierte en toda una exquisitez. Qué cosas.