Otro de esos chistes que se escriben solos. El ególatra multimillonario (y, seguramente, cosas peores) Elon Musk fue anunciado como el fichaje galáctico del semidiós Donald Trump para meter en vereda a los empleados públicos estadounidenses. Al frente de una cosa llamada DOGE, por sus siglas en inglés, Departamento de Eficiencia Gubernamental, el magnate y showman, tomando prestada la motosierra de su carnal –y tan zumbado como él– Javier Milei, ha mandado a casa a más de 60.000 currelas. A los que han tenido más suerte, les ha dado un tajazo en el sueldo y en sus ya de por sí magros derechos laborales. Todo, bajo la bandera de acabar con el despilfarro, la baja productividad, y el, según él, descomunal absentismo de la plantilla dependiente de la administración del Tío Sam. Fulano coherente donde los haya, el preconizador de tales principios neoesclavistas acaba de anunciar que, a partir de mayo, va a reducir a un máximo de dos semanas al mes el tiempo que le dedica al pomposo organismo. Si se aplicara a sí mismo su propia medicina, debería tardar un minuto en comunicarse su despido. Evidentemente, no lo hará. Su religión –es decir, su narcisismo– no le permitirá quitarse de en medio del todo y quedarse sin una de las fuentes de suministro de la farlopa mediática de la que depende. Aun así, la decisión del ya no sabemos si muy, poco o casi nada amigo de Trump nos aporta un ramillete de moralejas. No la toma porque se haya aburrido prematuramente, sino porque ha visto que el juguetito le estaba saliendo más caro de lo que había calculado. Desde que se metió a enredar junto al inquilino de la Casa Blanca, sus mil y una empresas, empezando por la señera Tesla, acumulan pérdidas de hasta tres cuartas partes de su valor. Eso es demasiado incluso para un archimillonario como él. Con un poco de suerte, lo suyo no es anécdota, sino categoría, y pronto vemos el portazo del resto de potentados que le hacen el caldo gordo al ciclotímico Trump.
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