Embozado en kilómetros de espumillón, hace unos días logré cerrar uno de los encargos más complicados del año: engalanar mi casa con la parafernalia propia de estas fechas tan señaladas, árbol con sus respectivas lucecillas incluido. No se crean que fue una cuestión de coser y cantar. Antes al contrario. Hubo momentos en los que sospeché que el cometido estaba diseñado por el mismísimo Diablo en el Infierno. Pensarán que soy un poco exagerado, pero he de reconocer que hay actividades que no consigo asimilar, que ya llego a ellas con mala predisposición y que las encaro sin la paciencia necesaria. Fue nada más ver el contenido que estaba en el interior de la caja con todos los elementos comprados en peregrinajes por decenas de bazares y heredados de otras intentonas navideñas cuando me subieron los calores y la ansiedad se antepuso a la razón. Gracias a la experiencia, pude domar el conato de crisis y centrarme en la distribución de los elementos en las ramas del presunto abeto. Supongo que las cosas hay que tomárselas de otra manera, y más en estas fechas en las que tiene que abundar la felicidad por decreto. Ahora bien, me tendrán que reconocer que de lo que se pretende a la realidad puede haber un abismo. En cualquier caso, feliz Navidad.
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