Tiene razón Pablo Iglesias. Isabel Díaz Ayuso debería subirle el sueldo a su factótum, Miguel Ángel Rodríguez. Con su pericia habitual, a la altura de su total falta de escrúpulos, el apodado MAR ha conseguido desviar el foco de los pufos confesados y no confesados del novio de la emperatriz de Sol para situarlo en los manejos del atribulado fiscal general de Estado. Va a misa que en este psicodrama por entregas cada vez más difícil de seguir el escándalo reside en los presuntos pelotazos que ha dado el individuo coincidiendo con su relación sentimental –me perdonarán la cursilada– con la presidenta de la Comunidad de Madrid y lideresa oficiosa del Partido Popular. Pero como lo uno no quita lo otro, inmediatamente hay que añadir que si el que está en los titulares gordos es García Ortiz, la culpa de tal circunstancia es, en buena medida, suya y de las y los aprendices de brujo de la propia fiscalía y, según va quedando cada vez más claro, de Moncloa, que quisieron jugar a un juego que les venía grande y con un jugador que les ganaría con los ojos cerrados y las dos manos atadas a la espalda. La torpeza fundacional de todo este enredo consistió en poner en circulación un material sensible sobre el tal González Amador que, además, si no andaba ya rulando por ahí, estaba a punto de hacerlo. Dejar constancia escrita de la innoble acción fue otra pifia considerable que tuvo continuación en los toscos intentos posteriores de deshacerse de las pruebas. Lo de borrar primero el teléfono y luego cambiarlo sonrojaría al más inepto de los quinquis. Si añadimos que toda la defensa hasta la fecha se ha basado en el numantinismo de negarlo todo y en aferrarse al “y tú más”, tenemos como resultado que lo que empezó como una tontuna –¡anda que no hay toneladas de filtraciones en instituciones judiciales!– se haya convertido en un escándalo de primera división. Y de propina, con Rodríguez, Ayuso y su novio descuajeringándose de la risa.