Todos los años nos pasa lo mismo. ¿Seremos unas pésimas gestoras del presupuesto familiar? Me explico. Llega septiembre y, con él, también la ikastola, las extraescolares y todo el tinglado que lleva aparejado el volver a la rutina. A ello se le suma una renovación más que necesaria del vestuario de mis hijas, que se han pasado el verano en bañador, camiseta y zuecos porque no necesitaban más y ahora resulta que demandan nuevas prendas. Y no lo hacen por coquetería, sino por necesidad. Esto es, que las zapatillas ya no les caben y, de momento, no nos planteamos envolverles los deditos como a las geishas, pobrecitas. Tampoco les valen los berokis ni los pantalones largos que, por algún perverso milagro, les quedan tipo arrantzale. Y digo perverso porque nunca me acostumbraré a sus estirones hasta que dejen de experimentarlos (qué queréis, las veo todos los días) y milagro porque, viendo el lado positivo, este crecimiento significa que la cosa marcha según lo previsto. Así que, como no tenemos intención de imponer la nueva moda de llevar la ropa muy por debajo de la talla que a nuestras preciosidades les corresponde, toca rehacer el presupuesto que tan apañado nos había quedado y asumir que igual es algo más grueso de lo que habíamos previsto. Sin embargo, debo tener buena estrella y, desde luego, sé que tengo muy buenas amigas, a cuyas hijas, algo más crecidas, les pasa exactamente lo mismo y nos prestan todo lo que ya no les vale y está en perfecto estado. Igual no estamos en la vanguardia del outfit más actual pero, oye, ¿acaso ahora a eso no le llaman vestir vintage? Mis hijas, encantadas. Y menos mal. Nosotras hacemos lo mismo con nuestro armario, que vuela libre en busca de una segunda vida. Sólo espero que ellas también tengan a alguien que les asista en el vestuario de sus criaturas. Ahora que lo pienso, igual no lo hacemos tan mal...