¡Que paren el mundo! ¡Que me quiero bajar! Esto se podría decir tras la lectura del Informe Anual de Amnistía Internacional, que se presentó la semana pasada.
Un vistazo somero por sus 491 páginas da escalofríos. Hay un análisis global que luego es complementado por los capítulos dedicados a 155 países. Allí se detalla no solo la escalada de conflictos bélicos puros y duros que asolan nuestro planeta, sino también un cercano colapso del derecho internacional, el cual ya he insinuado en alguna columna anterior aquí. Pero a esos desastres, por si fueran poca cosa, el informe añade una fuerte advertencia respecto a la posibilidad muy real que se derrumbe aquello que conocemos como Estado de derecho. Y ello debido a los rápidos avances de la inteligencia artificial. La velocidad en que se producen esos avances sobrepasa la de los legisladores. Para cuando legislan, aquellas innovaciones que regulan han quedado casi obsoletas, y han sido sustituidas por otras que, por sus características, ya quedan fuera de lo que regula la ley. Y no sólo es cuestión de inteligencia artificial, sino también de la identificación facial en sitios como Argentina, Brasil, India y Reino Unido, por ejemplo, para controlar manifestaciones.
George Orwell se quedó manifiestamente corto.
En lo que sí acertó Orwell es en el fomento del odio, aunque se quedó corto en la forma. En 1984, la distopía de Orwell, los “Dos minutos de odio” eran el periodo diario durante el cual los miembros del Partido veían una película en la que aparecía el principal enemigo del Estado, y sus seguidores, y en los que debían expresar en voz alta su odio al enemigo y luego su amor al Gran Hermano.
No hay que ir muy lejos para ver que aquí no son dos minutos de odio, no. Es un bombardeo de odio continuo en las redes sociales e incluso en ámbitos como el parlamentario, donde aquello no debería tener cabida.
Mucho me temo que ante el odio sólo cabe el activismo, la movilización y la resistencia.
@Krakenberger