Un problema para los dos partidos que se alternan el poder en Estados Unidos, es que prácticamente no hay opciones dentro del partido del presidente para presentar una alternativa. Y esto que puede significar ceder a la oposición la Casa Blanca cuando su ocupante tiene limitaciones.
Es lo que ocurrió con Jimmy Carter, destronado después de su primer mandato, o con Donald Trump, quien corrió la misma suerte: ni demócratas, en el caso de Carter, ni republicanos en el de Trump, tenían a nadie preparado para tomar el relevo, probablemente a consecuencia de la deferencia que el partido quiere mostrar ante su presidente. Es probable que la historia vuelva a repetirse con Joe Biden, cuyos índices de popularidad no paran de bajar, pero se halla tan protegido por la estructura de poder en torno a los presidentes, que es prácticamente intocable, de hecho y de palabra.
En teoría, las elecciones primarias representan una criba de la que sale ganador el mejor candidato, que tiene más posibilidades electorales, pero tal selección casi nunca ocurre cuando el presidente puede presentarse a reelección, algo que hacen prácticamente todos.
Hay casos excepcionales en que esta criba no funciona, como fueron las elecciones de 2016 en que difícilmente se podía considerar a Trump como el mejor candidato posible, ni el más cualificado, aunque tuvo el talento y la verborrea adecuada para ir eliminando uno a uno a sus posibles rivales republicanos. Y lo hizo a veces con argumentos pueriles, como burlarse de la escasa corpulencia e incluso el tamaño pequeño de las manos del senador Marco Rubio, o asegurando a todos que el candidato que parecía tener más posibilidades, el ex gobernador de Florida Jeb Bush, tenía escasas energías y pasaba el día amodorrado.
Biden, Trump, Haley...
La situación se repite este año con Biden, Biden y Biden, como único candidato demócrata frente a varios aspirantes republicanos, cuyo campo va creciendo: de momento, tan solo Trump, además de Nikki Haley, exgobernadora de Carolina del Sur y embajadora ante la ONU durante la presidencia de Trump, así como el ex alcalde de Cranston Steve Laffey y el joven millonario Vivek Ramassvamy, se han postulado oficialmente, pero es seguro que se sumarán algunos más. De momento, es probable que lo hagan el gobernador de Florida Ron DeSantis y el senador de Tennessee Tim Scott, quien acudiría como primer candidato negro en la historia del Partido Republicano. De momento, es el único senador negro de su partido.
De todo este campo, quien parece tener mayor favor popular es Ron DeSantis quien todavía no ha declarado su candidatura. Pero Trump ya lo considera su principal rival y trata de lanzarle dardos envenenados como hizo contra sus rivales en 2016, aunque ahora lo tiene más difícil: por una parte, las gracias de Trump hacen hoy menos gracia y, por la otra, es difícil lanzar ataques personales contra un gobernador tan popular como es DeSantis, con un índice de aprobación del 58% entre los residentes de Florida.
Su popularidad no es tan grande fuera del estado, pero su política como gobernador ha convertido Florida en un estado imán, a donde se muda gente de estados tan progresistas como Nueva York y California, en busca de menos controles públicos y una fiscalidad más baja. En Florida no se pagan impuestos estatales, que en California pueden superar el 20% y en la ciudad de Nueva York el 14%.
Es algo de lo que DeSantis presume públicamente, igual que ocurre en el estado de Texas cuya impuestos moderados y escasas normativas también atraen a residentes de otros lugares con fiscalidad más dura.
Ser gobernador, un buen trampolín
Por otra parte, ser gobernador es un buen trampolín para la presidencia, como se vio con Jimmy Carter, gobernador de Georgia; George W. Bush, de Texas; Bill Clinton, de Arkansas; o Ronald Reagan, de California. Tienen un contacto mayor con los residentes del estado del que pueden tener sus senadores o congresistas y las acciones que puedan tomar estos gobernadores tienen resonancia en todo el país, tanto si son positivas como negativas.
Hoy en día, nos cuesta creer que un estado como California, considerado como la cuna de ideas progresistas, haya tenido como gobernador a Reagan, pero el cambio es un testamento del dinamismo de la sociedad norteamericana.
Y por este mismo principio los cambios se pueden dar –y se dan– tanto en el centro de poder que es la Casa Blanca, como en su política exterior. Es algo que sufrieron en su carne los afganos o los vietnamitas, que confiaban en su alianza con Estados Unidos, y que les puede acabar ocurriendo a los ucranianos si la guerra con Rusia dura demasiado.