El hedor de los hechos detrás de muchas noticias de esta semana, la vergüenza ajena y lo incomprensible que me resulta esa obscenidad en casos que prefiero no mencionar me hace mirar a otros sitios, al océano, al futuro. Los océanos, que acaban de ver que finalmente, tras casi dos decenios, cómo los países de las Naciones Unidas establecen un tratado para preservar la biodiversidad. Es el BBNJ, acrónimo en inglés que logra que casi nadie se entere de lo que se propone: cuidar la naturaleza en nuestros océanos más allá de las jurisdicciones nacionales.

Como suele suceder, el acuerdo final, que sufrió parálisis, cambio, casi desaparición o cabreos irreparables durante muchas sesiones estos años, se ha tenido que contentar con regular que los océanos, fuera de las aguas territoriales de los países, que son de toda la humanidad (deberían haber dicho de la Tierra, hacerlos sujetos jurídicos como finalmente se consiguió con el Mar Menor), pero ahora dejan de ser tierra de nadie, mar de nadie mejor dicho...

El compromiso impone ahora trabajos rápidos y contundentes como ese 30x30 que significa proteger un 30% del océano antes de 2030, pero es posible que encalle en la regulación del tráfico comercial, que supone el 90% del transporte de mercancías y surca alegremente los mares contaminando todo lo que puede, desregulado y sin ninguna intención de pagar un necesario peaje a los problemas que causa. Pasa lo mismo con la minería futura, de gran impacto ambiental: la biodiversidad de los mares lleva en peligro medio siglo y ahora, ojalá, podrá ser al menos objeto de especial control.

Ah, y queda pendiente que algo parecido suceda en los mares de control nacional, y en la superficie sólida del planeta, donde todo sigue pendiente de decisiones necesarias y urgentes.