Desde aquellas pretéritas andanzas (1989) de Juan Guerra, que iba cobrando favores y corrupciones desde su despacho en la Delegación del Gobierno en Andalucía sin más títulos que ser hermano del vicepresidente Alfonso, la ristra de podredumbres protagonizadas en este país por políticos ha sido incesante y en los más diversos formatos de la picaresca. Hasta tal punto, que mucha gente identifica la profesión de político con personal ansioso de enriquecerse o, si me apuran, como sospechoso de corrupción. En todos estos años desde que se implantó –más o menos– la democracia, han sido tantos y tan variados los episodios de corrupción y mangancia protagonizados por políticos, que los tenemos de todas las cataduras; desde quienes fueron directamente a lo suyo, a forrarse, a asegurarse un futuro personal y familiar sin zozobra, hasta los que trincaron para el partido sin evitar que algo se les quedase entre las uñas.

Los tenemos de guante blanco, “es el mercado, amigo” (Rato), de yate, burbujas Möet Chandon y aroma de Chanel (Mario Conde), hasta el previsor que se hace con un negociejo semipúblico (Acebes), pasando por la turbamulta de políticos cutres y trincones con cargo, o con galones, o con escaño, que celebran el botín en el puticlú (Roldán, o el Tito Berni).

Son políticos, en su día en lista de elegibles, que se aprovecharon del cargo para lucrarse a costa del erario público concediendo obras a dedo que se encarecían porque se otorgaban a cambio de un porcentaje para el partido o para el otorgador ventajista de mordida. Son políticos que disfrutan de la rapiña con discreta elegancia y pedigrí más disimuladas adicciones unos, con prostitutas, en calzoncillos y esnifando otros. Cuestión de gustos, o de costumbres, o de desvergüenza.

En la llamada clase política, tampoco vamos a exagerar, es indudable que hay gente de bien, hombres y mujeres que llevan en la sangre eso de mejorar la vida de la gente y dedican su tiempo y su iniciativa a implantar su ideal desde el puesto institucional al que llegaron en limpia competición. Y se ganan la vida con ello. Y se la ganan holgadamente.

Pero demostrado está que buen número de truhanes se colaron en este cívico ejercicio encenagándolo y dando una imagen ya demasiado extendida de que, como dicen que dijo Eduardo Zaplana –que llegó a ministro–, “yo estoy en la política para forrarme”.

Hay, además, otra indeseable circunstancia en esta degradación de la política: el ventilador de la mierda. Esta vez ha sido un caso cutre, casposo, protagonizado por un diputado del PSOE. El PP, faltaría más, se ha rasgado las vestiduras atizando a ese partido en el lomo del Gobierno. Se piden dimisiones, comisiones de investigación, rueden cabezas y lléguese hasta el fondo caiga quien caiga.

Como un resorte, al caso Mediador se contrapone inmediatamente el caso Kitchen, con su ministro meapilas como prelado mayor. Y los medios, –¡ah, los medios!– tirando de archivos, desvelando conversaciones íntimas, enfangando aún más el estercolero.

“Y tú más”, este parece ser el argumento máximo para cubrir aún más de porquería el muladar en el que un largo catálogo de sinvergüenzas han convertido la política. No cabe duda de que todavía será amplia la lista de aspirantes a nuevos ricos y que, por ello, los responsables de “selección de personal” para el ejercicio de la política deberán hilar muy fino para que no se les cuelen más oportunistas. Mientras tanto, mientras siga oliendo a podrido, va a ser muy difícil evitar la desconfianza.