Cuando no puedo dormir (que últimamente es habitual, será la edad), me pongo tope filosófica. En plan Siniestro Total, quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, estamos solos en la galaxia o acompañados… Me da por pensar cuál o cuáles fueron las decisiones que me llevaron a estar dónde estoy, por qué las tomé entonces, ¿las tomaría también ahora? Si me pongo en plan apocalíptica, me reconcome el hecho incontestable de tener sólo una vida y ninguna otra oportunidad después. Me pregunto si esto es todo, si era lo que me deparaba el futuro que imaginaba, no sé cómo en realidad, pero quizá distinto.

Por supuesto, como buena mujer, me suele invadir ese sentimiento de culpabilidad tan femenino y nuestro: cómo puedes pensar esas cosas con tu pareja y tus hijas durmiendo en la otra habitación, tú querías formar una familia, decidiste quedarte en esta ciudad, no puedes quejarte con la vida que tienes, eres una privilegiada y lo sabes, blablabla. Pero esa voz que me invita a soñar cómo hubiera sido mi vida si aquel día hubiera decidido lo contrario sigue ahí y también forma parte de mí. Es lo que hay.

Así que, cuando esas ensoñaciones de la vida que no he vivido aparecen en mi cabeza, intento mantener con ellas una conversación en la que siempre les hago la misma pregunta: ¿cómo sé que, aunque hubiera vivido esa otra historia que esbozáis tan atractiva y que tanto anhelo a veces, no estaría ahora despierta de madrugada preguntándome qué hubiera sido de mí si hubiera elegido la que tengo? Y a mis ensoñaciones ese interrogante no les gusta un pelo porque, en realidad, no saben ni pueden contestarlo. Ellas sólo son ilusiones inventadas, no pueden adivinar el futuro. Ellas sólo me muestran siempre una cara maravillosa pero incierta. Hoy he charlado con una mujer que ha publicado su novela después de jubilarse. Y yo, como ella, no pienso bajarme del tren.