Siempre que llega el fin de año me propongo a mí misma ser más zen. Tomarme las cosas con calma, no enfadarme demasiado… Tranquilizarme un poco, vaya. Sin embargo, año tras año, mi propio propósito me sale fatal. Lo siento, soy así. Y me enfado al poco de estrenar el año cada vez que mi deformación profesional periodística me impulsa a seguir leyendo el periódico a diario para darme cuenta de que ya podemos estrenar todos los años que queramos porque este mundo sigue igual o peor. Me enciendo al cabo de unos días cuando la persona que conduce un coche, normalmente de alta gama, se salta el ceda el paso en una rotonda, poniendo la vida de mis hijas y la mía en peligro. Me cabreo esa misma primera semana de enero por los 40 eurazos que me cobra la caja por mantener una cuenta virtual, cuando me juraron que, después de domiciliar hasta el recibo de las clases de macramé, no me volverían a cobrar ni una comisión más. Me sulfuro con mis criaturas cuando, después de tirarme la tarde entera recogiendo la casa, ellas la vuelven a dejar manga por hombro en cuestión de segundos. Me enervo con la burla machista, con el tipo que escupe sus mocos en la calle, con las desconocidas o conocidas que me juzgan como amatxo, con la persona a la que hay que aguantarle el mal carácter porque “es así”, con los que te cuentan su vida y la tuya les importa un bledo, con las que nunca recogen las cacas de sus perros. Me encorajino con mis manías, con mi perfeccionismo enfermizo, con mis insatisfacciones, con la eterna lucha entre lo que soy y lo que me hubiera gustado ser… En fin, que no lo puedo evitar y pisoteo mi propósito sin haber llegado siquiera a febrero. Así que este año, en vista de que soy una gruñona, no me he vuelto a proponer no enfadarme. Como mucho, intentaré respirar hondo, contar hasta diez y trabajarme un poco eso que llaman aceptación.